Se busca (I)

Este es uno de los relatos contenidos en la antología historias minúsculas. El cuarto, para ser más exactos. Bueno, para ser aún más exactos, es la mitad del cuarto relato. El final, mañana, o en la antología :P


***


"Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta." Cuando leí el inicio de la famosísima obra de Nabokov pensé que el autor, o el personaje, no lo tengo claro, estaba siendo un cursi y un pervertido a partes iguales. O quizá no tan iguales, tampoco lo tengo claro. Recuerdo haber leído ese libro durante la carrera, animado por dos amigos. Yo era algo más perezoso para ponerme a leer: prefería dibujar, pasear o, simplemente, hartarme de cerveza en las terrazas del barrio universitario. Eso no significa que yo no tuviese inquietudes, ni mucho menos. Prueba de ello es que me dejé llevar por ellos y leí el libro.

Solíamos reunirnos los jueves por la tarde, antes de salir de fiesta, para charlar un poco sobre lo que habíamos leído hasta el momento. He de reconocer que lo pasaba francamente mal en esas reuniones. Mis compañeros parecían encontrar en la obra de Nabokov un significado profundo que les permitía superar la repugnancia que supone, en principio, la relación entre Lolita y Humbert. Incluso se permitían justificarlo aludiendo a la conducta de Lolita, a lo que yo, indefectiblemente, respondía espetándoles: “¡Por Dios Santo, que es una niña!”. Era él, Humbert, el que debería haber sujetado sus pasiones (por no decir algo más vulgar) y dejar en paz a la niña. Recuerdo que acababa cada reunión de los nervios, pero por suerte duraba poco: cuando decidíamos concluir la tertulia nos marchábamos a beber y a intentar conquistar alguna mujer con nuestros ejemplares bajo el brazo. Y he de decir que, a veces, funcionaba.

Lo que vengo a decir es que no solo tenía claro que lo que ocurría en Lolita era una ficción, sino que incluso como ficción me parecía enfermiza. ¿Cómo podía un adulto, un profesor, nada menos, enamorarse de una niña que casi no llegaba a adolescente? Era una idea repugnante, vomitiva. Y sobre todo me parecía algo sucio. No entendía cómo la gente podía ver romanticismo en aquella historia. Yo lo único que veía era a una niña precoz y sin las herramientas necesarias para dirigirse por la vida y a un pederasta pervertido. No veía amor. No creía, de hecho, que pudiese haberlo en una situación así.

Pero era, como suele decirse, joven e inexperto, y no sabía entonces que la vida me daría una lección y se despacharía a lo grande conmigo.

Algunos años después de aquellas charlas literarias, una vez hube acabado la carrera y tras unas cuantas oposiciones, algunas con más fortuna que otras, acabé consiguiendo una plaza de profesor bastante lejos de mi casa. Como en la otra punta de España, más o menos. Pasé por tres institutos distintos. Hasta que la conocí.

Llegó a mí con 12 años. Yo era su tutor. No podría asegurar que me enamoré de ella al instante, pero sí que me quedé prendado de su brillo. Aquella niña —no voy a excusarme diciendo que era algo más— brillaba. No se me ocurre otra manera de decirlo. Recuerdo sus intervenciones en las clases, sus preguntas agudas, su perpetuo inconformismo. No era rebelde, no era desafiante: simplemente nunca daba nada por sentado. Y recuerdo sobre todo un gesto suyo que no cambió durante los siguientes años: cuando se concentraba, fruncía el entrecejo, arrugaba el labio y elevaba los ojos al techo. Podría decir que me parecía un gesto adorable o tierno. Pero no, no era eso.

Desde luego que no me lo reconocí entonces. Cuando decidí quedarme en aquel centro, cuando renuncié a acercarme a mi familia, a mis amigos, me dije que estaba a gusto: no era un centro problemático y los compañeros eran agradables. Además, me insistí, ya estaba bien de ir de acá para allá como pollo sin cabeza, sin asentarme en ningún sitio. Podía quedarme allí unos años y hacer puntos hasta tener suficientes como para poder trabajar cerca de mis seres queridos, pero cerca de verdad. Hoy, en cambio, me resulta obvio que me quedé por ella. Algo, no sé qué, me gritaba que me quedase a su lado. Y así lo hice.

Puede que a estas alturas mi narración te esté escandalizando tanto como a mí me escandalizó Lolita, pero no te equivoques: solo quería estar cerca de ella. De hecho, durante los cursos siguientes, ni siquiera fui profesor suyo. Pero me bastaba cruzarme con ella por los pasillos, oír como mis compañeros la nombraban con admiración y le pintaban un futuro brillante. Puede sonar ridículo, pero me sentía orgulloso de aquella niña a la que prácticamente no conocía. Eso, sin embargo, no impedía que cada noche me durmiese susurrando su nombre.

Tuve que esperar varios años para volver a escuchar su voz, para volver a ver aquel gesto que tanto me gustaba. Había cumplido ya los diecisiete y era casi una mujer (no le resto importancia al casi). Entonces sí fue difícil. Yo la había querido durante todo ese tiempo y, aunque me había costado admitirlo, ya lo había hecho. Aun así me había mantenido a distancia. ¡Era solo una niña! Eso me decía. Y me acordaba de Humbert. Pero es que realmente era una niña, y esa circunstancia me impedía hacer una locura. Porque no, no era por mi trabajo, a esas alturas me importaba un cuerno perderlo: era porque no quería seducirla, sino que me amara. Por eso esperé. Pero en ese momento, cuando me di cuenta de que mi niña había crecido, fue casi imposible contenerme. Ella, tan joven y a la vez tan madura, se presentaba ante mí radiante, como siempre, y yo apenas podía reprimir el impulso de dirigirme a ella después de una clase e invitarla a tomar algo en cualquier bar.

Esa idea me acechaba y me quitaba el sueño. “Mañana lo hago”, me decía al acostarme, pero acababa cambiando de opinión al amanecer sin saber por qué. Una madrugada, por fin, se me ocurrió una razón: era mi alumna. Sí, tardé varias semanas en reparar en algo así de obvio. Por supuesto que sabía que era alumna mía, pero no había reparado en lo que eso significaba: estaba subordinada a mí, me debía, hasta cierto punto, obediencia. ¿Y si aceptaba mi invitación y lo que de ella se derivase en virtud de esa obediencia? No habría podido perdonármelo. Así que me propuse aguantar y, con esa idea en mente, me resultó algo más fácil. Salvo aquel día en el que estuve a punto de descubrirme.



Comentarios

  1. Cómo mola, Bettie; hace tantos meses que lo leí pero todavía lo recuerdo. Es uno de los relatazos de la antología, aunque yo, que soy un moñas, ya sabes por cuáles siento predilección. :P

    A leer hoy el final. :D

    Besos.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Casi diría que es mi favorito. Uno de mis favoritos, seguro :)

      ¡Besos! Y gracias por comentar :D

      Eliminar
  2. A mí este relato también me había gustado mucho...

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Es muy chulo, ¿verdad? :) Estoy "bastante" orgullosa de él.

      Eliminar

Publicar un comentario

¡Adelante! Deja tu retal :)

Entradas populares de este blog

Cómo aprobé el nivel Avanzado de la EOI preparándome por mi cuenta.

Tontos-a-las-tres.

Libro: La edad de la ira, de Fernando J. López