Malditos sean los que hacen daño.
Tengo un alumno al que quiero mucho. Lo conozco desde hace dos meses, ya ves tú, pero lo adoro. Tengo debilidad por él. A veces, cuando trato con gente, me pasan estas cosas. Tengo flechazos. Por suerte o por desgracia, trato mucho con adolescentes, así que tengo muchos flechazos con ellos. No creo que sea necesario a estas alturas de la película pero, por si acaso, diré que no se trata de nada turbio. Mis flechazos son flechazos de ternura, de cariño absoluto, de «cómo me gustaría poder ser amiga suya» y «ojalá hubiésemos sido compañeros de clase». Ese tipo de amor, mucho más desinteresado que el que, tal vez, una mente malpensada podría estar imaginando. Este alumno, al que tanto quiero, sufre. Sufre mucho. Y es injusto, porque es un niño dulce, educado, con un sentido del humor genial, una sonrisa que se hace un tanto cara de ver, pero que es preciosa y una mirada que, aunque esquiva, se ve a la legua que no tiene nada que esconder. A pesar de todo esto, incomprensiblemente para mí