Entradas

Mostrando entradas de agosto, 2019

El romanticismo del correo electrónico.

¿Quién nos lo iba a decir hace no demasiado? Ahora, mandar un correo electrónico es romántico. Tomarse el tiempo de sentarse a escribir un email es algo extraño, cuando las cosas pueden solucionarse con un mensaje a través de alguna app o, si es algo más extenso, con un audio. Los emails están ya cerca de las moribundas cartas. Quizás por eso yo sigo escribiéndolos. Y quizás por eso me animé a empezar una newsletter poética (la poesía requiere un ritmo más propio de las cartas que de las redes sociales, así que el email parece un término medio aceptable). Y qué buenos momentos me está dando, no os hacéis una idea. No sé si es la magia del correo electrónico, pero me parece que así se crea una sensación de intimidad mayor. Ya he recibido varios correos en respuesta a la newsletter en los que la gente me habla de sentimientos, de circunstancias personales, de cosas que se les despiertan gracias al poema de la semana, y me lo cuentan como si fuese una amiga, alguien cercano. O quiz

A la espalda.

Solía cargar mucho peso sobre la espalda. Preocupaciones, responsabilidades, expectativas... Hace ya algún tiempo que, más que cargar las cosas sobre la espalda, me las echo a la espalda: empieza a darme igual 8 que 80 y, en la medida de mis posibilidades (los malos hábitos son difíciles de cambiar) me estoy poniendo a mí misma por delante de otras cosas. Aún así, sea por todo el tiempo que he llevado peso sobre la espalda o porque aunque me eche las cosas a la espalda aún pesan, ayer salí del médico con mi primera prescripción para Valium (chispas) y una fuerte recomendación de acudir a un fisioterapeuta porque, palabras literales de la médica, tenía toda la espalda "dura como una tabla". Yo, que fui por una contracturita de nada en el cuello, por una mala postura o yo qué sé, y mira... Si es que ya no soy joven, por más que lo digan los diarios. La adolestreinta es un mito. La losa de la edad me ha caído encima, fuerte. Parece ser que sobre la espalda.

El poder de las palabras.

Imagen
Las palabras son poderosas. Ni siquiera hace falta gritar: a veces los susurros conservan toda la fuerza de un grito. Eppur si muove . Y otras veces hasta el silencio les basta. Conmigo las palabras hacen magia: cuando me siento invisible, vuelven a situarme en el mundo, me dotan de contornos, me dan entidad. Si yo hubiese sido Jessica Rabbit debería decir que me han escrito así . Las palabras tienen ese poder porque yo les doy ese poder. Porque elijo creer o dejar de creer, aunque mis criterios quizás no sean del todo acertados. He dejado de creer muchas palabras por culpa de la voz que las transporta. Su significado ha ido goteando por las grietas y se han quedado vacías. La combinación más hermosa de esas palabras, en esa voz, no provocaría ningún efecto en mí, ya no. Porque he decidido no creerlas. He dejado de creer palabras poniéndome excusas, proyectando en los demás las razones por las que yo miento. Ya, sé que es injusto creer que los demás son como yo. Evito poner c

Razones para quedarse.

Este post va a ser una basura, básicamente porque soy yo pensando "en voz alta" e intentando ordenar mis pensamientos. Llevo unos días preguntándome por qué a veces es tan importante sentirnos atractivas y atractivos a los ojos de los demás. No hablo de sentirnos bien, de gustarnos a nosotros mismos, sino de gustar a los demás. Lo lógico sería pensar "Oh, dioses, a esta persona random que no me importa un cuerno no le parezco guapa, QUE LE DEN POR CULO" y pasar a otra cosa. Sin embargo nos importa. Quizá no a todos ni siempre en la misma medida. Pero nos importa. También pasa a nivel de carácter. Supongo que es natural querer caer bien. Pero, aunque me cueste admitir esto, creo que llevo mejor lo de que alguien me considere antipática que lo de que no me considere guapa, atractiva o como queráis llamarlo. Y ojo, que debería estar acostumbrada: he sido la amiga simpática tantas veces... La guapa, nunca.  El otro día, hablando de esto, me decían que es al

Un caballero.

Él era un caballero. Cada mañana contemplaba su reflejo y se sonreía: la misma elegancia, el mismo saber estar, ni una cana en su cabello, ni una arruga en su rostro. Se lanzaba a la calle con la seguridad que da saberse casi perfecto, su traje impoluto, su apariencia inmaculada. Ignoraba las narices arrugadas, las miradas sorprendidas, las críticas silenciosas en el autobús, en el supermercado, en el trabajo: o bien eran producto de la envidia o bien iban dirigidas a otro. Él, todo un caballero, no podía ser el blanco de esos dardos. Cuando volvía a casa se situaba en el mismo punto y se asombraba de no mostrar signos de fatiga, de no tener ni un cabello fuera de su lugar. Sonreía de nuevo a aquel retrato al óleo antes de prepararse para meterse en la cama con la conciencia tranquila.

El cine de verano.

Imagen
El primer año que viví en Córdoba pasé el verano sin pisar uno de sus famosos cines de verano. Me resarcí el año pasado, y fue amor a primera vista: me enamoré de verdad. Recuerdo llegar a la Plaza de la Fuenseca, de la que toma su nombre el cine, y sentir que había retrocedido mucho, mucho en el tiempo. Recuerdo las entradas pequeñitas, de esas que me contaba mi madre que compraban con 5 pesetas y les sobraba para una gaseosa. Y recuerdo entrar al patio, toparme con el ambigú y mirar hacia la derecha, hacia el "patio de butacas", compuesto por sillas de plástico y algunas  mesas de terraza de bar en las que apoyar tus bebidas o tu cena si eras de los más afortunados. Había brisa y eso en las cálidas noches cordobesas es algo que se agradece. Mucho. La película no era gran cosa. Una comedia sobre una chica fea que de repente se sentía guapísima. He tenido que buscar el título: ¡Qué guapa soy!. Pero la experiencia fue mágica. El ambiente de comunidad, de cine antiguo, e

Desconocidos habituales.

Imagen
(Relato con contenido erótico. O algo.) –Yo trabajaba en uno de esos sitios de glory holes . No sé si todos estáis familiarizados con el término. Bueno, lo explico, por si acaso. Son locales en los que hay agujeros en las paredes para tener sexo con cierto anonimato. Yo ya tenía un puesto fijo: me tumbaba en una especie de camilla y la mitad de mi cuerpo pasaba alrededor de un hueco dejando mis genitales a la disposición de los clientes. A ver, no pongáis esa cara, que no es tan malo como parece. Yo trabajaba en el horario de tarde y me libraba de lo peor. Además, la dueña era un encanto y nos cuidaba mucho: a la mínima echaba fuera a cualquier indeseable y lo vetaba de por vida. En realidad, éramos como una pequeña familia, las putas y los clientes habituales. Yo era capaz de reconocer a algunos clientes incluso sin haberlos visto nunca. Había uno que antes de follar nos acariciaba los tobillos. Otro que se reía como un niño cuando se acercaba al orgasmo. Y uno, al que yo más

No me dejéis sola en el metro.

Dejé de poner poemas por aquí porque sentía que me hacía pesada. Casi todo lo que escribo últimamente intentan ser versos. Así que me he reservado los poemas para la newsletter poética (a la que podéis apuntaros aquí http://tinyletter.com/BettiePathway ) y por aquí me dedico a poner más o menos las mismas tonterías de siempre. Pero he escrito un poema que me tiene entusiasmada y quería compartirlo con vosotros.  El miércoles pasado estaba cepillándome los dientes cuando me acordé de una vez, hace muchos años, casi en otra vida, que me enamoré locamente de una chica en el metro. Volvía de la universidad y ella, de pie enfrente de mí, era preciosa. Sujetaba un libro con maestría con una sola mano mientras con la otra se agarraba a la barra para no caerse. Llevaba un vestido del que no recuerdo nada, solo su vuelo y cómo acariciaba sus piernas, ni blancas ni bronceadas. Se bajó en Àngel Guimerà y yo, que solía seguir hasta la parada de Avinguda del Cid, me salté mi rutina y la seguí

En julio...

Me salté el post de junio bicos mudanza, y ya no me acordaba yo de esto hasta que no lo he visto en el blog de Ro . Voy a perder la cabeza. Ea, allá vamos. Aunque sea por rellenar. En la mesilla: Poesía completa , de Idea Vilariño. Ha sido mi última adquisición poética, que ya tenía a Ángel González mareado. Lo estoy saboreando poco a poco, porque tengo por ahí unos cuantos poemas de Alfonsina Storni a los que les estoy hincando el diente más.  También tengo repelente de mosquitos, pero vamos, se me olvida ponérmelo y así llevo las piernas. En la cómoda/armario: La ropa ya colocada tras la mudanza. En el sofá: Muchos ratos. Disfrutando de la SmartTV nueva, cortesía de mi casera. En la nevera: Membrillo con nueces, hecho por mi padre. En la caja de galletas: Chocolate del que me compraba mi abuela. En la ducha: ¡Ahora tengo bañera! Pero me ducho porque hay que ahorrar agua. Pueees... Nada nuevo. Una cortina de amapolas azules. En los labios: N

Autocensura.

Cuando se carga contra el anonimato en Internet, yo saco las uñas. Me parece que la gente es lo suficientemente mala como para querer proteger nuestra identidad y lo que esta conlleva (nuestra privacidad, la de nuestros seres queridos, nuestro puesto de trabajo...) de gente malintencionada. El anonimato nos da la posibilidad de expresar opiniones de una manera más libre, sin que ese tuit estúpido sobre lo difícil que es encontrar un bikini en el que meter tus tetas sea lo que te acabe definiendo por un giro dramático de los acontecimientos. Hasta hace algún tiempo me he sentido bastante cómoda dando mi opinión en redes sociales. Sucede que mis opiniones no son demasiado radicales, que suelo pensar las cosas y ser relativamente moderada en casi todo (aunque a veces tenga accesos de mala leche cuando se ponen en cuestión cosas basiquísimas), además de bastante respetuosa (aunque eso cada vez menos, he de reconocerlo). Pero en los últimos tiempos he notado que cada vez me autocensuro má