Entradas

Mostrando entradas de 2021

Un alumno nuevo (II)

 Hace unos cuantos días os hablaba de que había conocido a un nuevo alumno. Tenía muchas ganas de tenerlo en clase y ver qué tal iba la cosa. Me había dado muy buena impresión. No obstante, cuando llegó el día de la primera clase saltaron todas mis alarmas.  Mi nuevo alumno tenía, además de un bagaje personal que aún no conozco y que no conoceré nunca en toda su extensión, circunstancias que iban a afectar a su proceso educativo. Además, por el comportamiento que estaba mostrando y lo que percibía en el aula tenía la sospecha de que no se iba a integrar con facilidad. Al acabar la clase hablé con él para ver qué podíamos hacer y volví a encontrarme a ese niño con cara de Miguel Hernández, educado, amable, voluntarioso y encantador. Tuve el corazón roto varios días. Si tan solo pudiese trabajar con él en un entorno más tranquilo, con menos fuegos que apagar, con menos alumnos a los que atender... Si pudiera dedicarle el tiempo que necesita sin miedo de descuidar a otros alumnos...  Dura

Un alumno nuevo.

 Hoy salí del trabajo deliberadamente tarde. No quería coincidir con la cascada de compañeros, alumnos y coches de la salida. Cuando he llegado al patio el centro parecía desierto. Me resulta reconfortante ver vacíos lugares que no suelen estarlo: es como si los hubieran cerrado para mí.  Me encaminaba ya a la salida cuando me he encontrado en unos escalones a un chaval desconocido cargando una mochila de ruedas escalones arriba. Tenía cara de uno de esos niños de la Guerra, ¿sabéis? Con la cabeza redonda, los ojos grandes y el pelo rapado al dos. Como un Miguel Hernández en miniatura.  ─Perdone, ¿me puede decir donde está la salida de mi curso? ─Ahora, con esto de los protocolos COVID los distintos cursos entran y salen por puertas distintas.─ Es que es mi segundo día en este instituto y ayer salí por la puerta de la entrada.  ─Claro ─le he contestado con mi mejor sonrisa bajo la mascarilla─. Vente por aquí. Mira. Bajas estos escalones y allí, girando un poco, la ves.  Me ha dado las

Alguien.

  TW: suicidio. Alguien ha muerto. Debería conocerle, pero no le recuerdo. Aún así, me lo imagino como a cualquiera, besando a su mujer antes del trabajo y yendo a por el pan a la salida. Entre medias, supongo que, como todos, intentaría hacerlo lo mejor que podía.  Lo que no me imagino es por qué, ni cómo, ni qué había en ese lado oculto de lo que era que le llevó a tensar la soga, a sacar las pastillas una a una para arrojarlas por su garganta, a deslizar la afilada cuchilla o a dejarse caer. Todos parecen sorprendidos. Suele pasar y, aún así, me pregunto cómo es posible que sea una y otra vez.  Todos parecen sorprendidos, sí. Se mató sin avisar, con la ropa doblada y la muda lista para el día siguiente.  Alguien ha muerto y ni siquiera puedo hacerme la sorprendida porque no le recuerdo. 

Media infancia.

No es que yo haya tenido una infancia muy allá. Los mejores momentos de mi infancia podría reproducirlos fácilmente hoy, pues básicamente consistían en una servidora jugando sola, leyendo o inventando cuentos. Pero no es lo mismo.  Yo pensaba que eso no iba a pasarme a mí. Qué tontería, ¿verdad? Pero cuanto más entro en la vida adulta más se apaga mi niña interior.  Hoy he visto una nube con forma de sirena y he hecho el comentario en voz alta. Inmediatamente, vaya usted a saber por qué, me he sentido estúpida.  —¿No echas de menos ser pequeño?—he preguntado a mi pareja. —A veces —me ha contestado.  Y se me han llenado los ojos de lágrimas. A ver, que tampoco es importante: últimamente lloro por cualquier cosa.  ¿Creéis que se puede volver a aprender a ser niña? Que a mí la vida me debe, por lo menos, media infancia. Y eso solo por empezar a ajustar cuentas... 

¿Por dónde empiezo?

 Creo que estoy teniendo una crisis de los treintaytantos bastante típica: pasé por la fase de «diossanto voy atrasadísima en la vida», desde hace unas cuantas semanas tengo el reloj biológico desatado y estoy asumiendo que estoy rotísima y que necesito un montón de ayuda. Tanta que no sé por dónde empezar.  Necesito ir a terapia porque tengo cosas que poner en su sitio. Lo que he pasado en mi vida no ha pasado no lo ha hecho sin dejar huellas y cicatrices. Y quiero arreglarlo, lidiar con ello, hacer las paces. Avanzar con un poco menos de peso en la mochila, no sé si me entiendes. Y hablando de peso, eso sería otra cosa a abordar. No solo mi peso, sino mi relación con la comida, mi « huella dietante », curarme la gordofobia y el autodesprecio que me han grabado a fuego, acabar de hacer las paces con mi cuerpo y honrarlo como se merece. Y ojalá el problema lo tuviera solo con el cuerpo: también estaría bien hacer las paces conmigo misma y dejar de machacarme en cuanto los ánimos se tam

La llamada de la Naturaleza.

 Siempre he pensado que los recién nacidos son feos. Si no todos, porque en todo hay excepciones, la mayoría. Luego mejoran, claro. En su defensa diré que nacer tampoco tiene que ser fácil, así que es normal que no tengan su mejor cara. Lo sé porque me veo la cara todos los días.  La cosa es que, de un tiempo a esta parte (un tiempo significativo a estas alturas), he empezado a ver guapísimos a los recién nacidos. Ya me he dado cuenta, ojo, esto no me pilla de nuevas, pero conservaba la esperanza de que se tratase de una casualidad: a lo mejor los últimos recién nacidos que he visto eran parte de ese cupo de excepciones que las reglas suelen tener. Pero se ve que no. Hoy un amigo hizo un comentario en el grupo de Telegram sobre nuestra última recién nacida, algo así como que ahora tenía mejor cara que en la primera foto que compartió el padre (recién nacida, pero recién nacida de verdad, todavía sin limpiar del todo siquiera) y yo solo he podido pensar: «Dios santo, pero si estaba prec

Dad gracias que me dieron paciencia y no fuerza.

 Cuando era pequeña solía escuchar las frases «Señor, dame fuerzas» y «Señor, dame paciencia». Con el tiempo acabé fusionándolas y, en broma, solía decir: «Señor, dame paciencia, porque como me des fuerza lo escamocho ».  Y, desgraciadamente, me dieron paciencia. No Dios: el patriarcado. Anteayer vi el monólogo de Pamela Palenciano titulado «no solo duelen los golpes» y me quedó claro que ese es uno de los obsequios que el sistema nos hace a las mujeres. Nos da paciencia y no fuerza, porque si nos diera fuerza no podría sostenerse.  Hace unas semanas leí el libro The Power , de Naomi Alderman (en el enlace te dejo mi reseña).En él, las mujeres adquieren la capacidad de lanzar descargas eléctricas: encuentran fuerza y, como es de esperar, se les acaba la paciencia.  A raíz de leerlo me ha dado por pensar qué haría yo si tuviese algo más de fuerza. En otro momento de mi vida, quizá, habría podido pensar que usaría bien mi poder, que sería equilibrada, moralmente buena. Que seguiría sien

Kintsugi

Imagen
 Hace unos meses se me rompió una muela. Además ocurrió como me suelen ocurrir a mí ciertas cosas: con un sentido de la oportunidad maravilloso para arruinar un buen momento. Había comprado merienda al salir del trabajo. Para mí, me había cogido una milhoja, que me encantan y que casi nunca tomo. Pues ahí estaba yo, disfrutando del merengue, tan suave, dulce y blandito, cuando noté algo duro. ¿Qué podía ser? ¿Una piedra de azúcar? ¿Se habrían dejado algo dentro? No sé por qué me dio por pasar la lengua por el interior de los dientes superiores y, ahí estaba, nada más empezar: el hueco.  Pasaron 9 días hasta que pude ir al dentista. Indefectiblemente, la lengua iba al hueco maldito. ¿Por qué habría pasado? ¿Qué iba a pasar cuando fuese al dentista? De lo segundo no tenía ni la menor idea y me limitaba a dar gracias de que no doliese: eso siempre es buena señal. Lo primero... Lo primero me lo preguntaba sabiendo la respuesta: cuando no puedes más rompes por algún lado. Y yo rompí, de ver

Mi viaje como gorda: 2. La adolescencia: llenando la mochila de piedras.

 La primera parte de esta historia que ojalá fuera ficción está aquí.   Cuando llegó la adolescencia yo ya tenía más que asumido que ERA gorda. No estaba gorda, no: ERA la gorda. Una de ellas, al menos.  No fue el peor momento de mi vida, de todas maneras. Suele serlo, pero en mi caso hubo bastantes cambios positivos: el bullying cesó al irme del colegio al instituto, me uní a un grupo de amigas (hasta entonces no había tenido amigas, por mucho que os cueste creerlo), empecé a sentirme menos isla. Estoy hablando de los 14-15 años.  Evidentemente, eso no impidió que el mundo siguiera recordándome que mi cuerpo era un horror. Me costaba muchísimo encontrar ropa juvenil, bonita y de mi talla. No me extrañaba, claro: yo me veía enorme. Pensaba, de verdad, que era una persona con un problema severo de peso. No recuerdo cuanto pesaba, pero sí recuerdo la talla que usaba con 17 años: una 42. Y sí, era una talla que me costaba encontrar. Los 2000, la época de mi adolescencia, fueron un momento

Mi viaje como gorda: 1. Cómo me convencieron de que era gorda.

 Hoy he visto en Twitter este vídeo y, la verdad, me ha parecido muy importante la idea de contar el viaje de gorda y visibilizar lo que es cargar con este estigma durante toda la vida. Un estigma que acaba, en muchísimas, muchísimas ocasiones, convirtiéndose en una profecía autocumplida.   Quiero contar mi viaje de gorda. Iré por partes, porque esto tiene bastante tela que cortar. A mí me convencieron de que era gorda. Y digo "me convencieron" porque me engañaron. Me siento estafada. Cuando veo fotos mías de pequeña e incluso de adolescente siento que me han robado la vida que podría haber tenido, una vida distinta, con otra autoestima, otra relación con la comida, con mi cuerpo, con la ropa, con la gente...  Pero esta es la vida que tengo y que me han dejado.  Yo, de niña, no era gorda. No lo era. Siendo honesta conmigo misma, jamás habría dicho a mi yo de 4, 5 o 9 años que era gorda. Sí era una niña bastante alta, robusta. Tenía, por supuesto, esa tripilla típica de mucha

Lo normal.

Imagen
 Sé que me pongo un poco pesada, que a veces mi empeño en no dejar a la gente tirar la toalla es un poco agobiante. Me temía que era eso cuando le he visto los ojos llorosos, así que le he pedido que hablásemos en un lugar un poco más privado. Le he pedido perdón por ser tan pesada. «No, no eres pesada». «Bueno», le he dicho, «un poco sí». No se ha reído como suelen hacer. Le he preguntado qué le pasaba y las cosas han ido saliendo, y las lágrimas han ido saliendo, y yo... No voy a decir mucho. Solo que me ha dicho: «No debería ser así. Debería ser... normal».  Se refería a lo de poder con la vida. O a ella. O a ambas cosas. Pero los condicionales son así de tramposos: hacen daño y no arreglan nada. Unas horas después la escena se repetía, solo que esta vez era yo la que hablaba, la que le decía, otra vez, a mi médica entre lágrimas que «la vida se me hace bola». Espero que lo haya puesto en el informe. Y pensaba en ella, y en los condicionales, y en que no debería ser así, en que debe

Economía vital.

 Estaba encendiendo la lámpara de la mesilla, preparándolo todo para meterme en la cama cuando me ha asaltado la idea. Una idea estúpida, en realidad, pero que, por lo que sea, venía acompañada de una sensación de claridad fulminante.  Es la idea de una especie de economía vital. Nuestro día a día requiere cierta inversión de tiempo, dinero, energía, ganas... A cambio, a veces, recibimos recursos de vuelta: reconocimiento, momentos felices, dinero, energía... El intercambio no es proporcional, claro, pero es una suerte de equilibrio precario. A veces tenemos rachas muy buenas en las que parece que vamos ganando y otras en las que aguantamos las rachas de pérdidas en parte con lo acumulado y en parte con la esperanza de que en algún momento del futuro llegará otra buena racha.  Pues yo tengo la sensación de que desde hace tiempo la vida me exige mucho más de lo que me da y siento que me consumo. A veces poco a poco, otras veces muy rápido. Los buenos momentos apenas me dan para ir cubri

«Necesito martirizarme para perder peso»

  Ayer me descubrí recordando esa frase. La dije yo hace un tiempo a alguien con quien tenía mucha confianza. Le confesaba que necesitaba sentir la humillación de ver mi peso en la báscula para ponerme a hacer dieta. De esto hace un año o poco más. Hoy estoy tan distanciada de esa afirmación y de esa forma de pensar que no me siento ni la misma persona. Seguramente en muchos sentidos no lo sea.  Hoy mi máxima es no necesito martirizarme . Para nada. Desde luego, no para perder peso. Es más, puede que ni siquiera necesite perder peso, por mucho que la gente pueda creer que sí. Lo que necesito, lo que siempre he necesitado, es cuidarme, y hasta donde yo sé, cuidarse y martirizarse son antónimos.  En el último año me he dado cuenta de que eso de que los animales buscan el placer y huyen del dolor se puede aplicar a todo: ningún acto que nos duele (que solo nos duele) se convierte en hábito. Por eso no aguantaba haciendo dieta. Por eso no me gustaba casi ningún deporte. Por eso no iba al g

No se qué de un espíritu...

  ¡Hola!  ¿Qué tal? ¿Cómo estáis? ¿Nerviosos por la llegada de los Reyes? Por aquí ya han pasado, en globo. Si nos descuidamos no los vemos, porque lo cierto es que su desfile ha sido bastante rápido. Es una pena porque, aunque esta noche vuelven, ya no los vamos a poder ver.  Yo venía a hablaros de esto: de la ilusión, del espíritu navideño o lo que sea. Ya sabéis que yo nunca he sido muy navideña y que suelo enfrentarme a estas navidades con cierto cinismo individual. Intento, claro, no amargarle las fiestas a los demás. De hecho, hasta en los años más Grinch, su ilusión se me ha contagiado un poquito.  Sin embargo este año no me reconozco: soy yo la que está ilusionada. Justo el año en el que mi pareja y yo decidimos no hacernos regalos por razones personales. Total, para mí las Navidades no son tan importantes. Pues este año me he descubierto penosa perdida porque no iba a tener regalos en Reyes. Tanto es así que el parejo ha decidido adelantar uno de los regalos de mi cumpleaños p

El tarro de cosas bonitas #2020

Imagen
  ¡Hola, hola!  Aquí vengo, a mantener tradiciones que no me apetece perder. La de hoy es, como ya habrás adivinado, la apertura y revisión de los papelitos del tarro de cosas bonitas.  Escribo esta introducción después de haber abierto los papelitos y haberlos escrito aquí. Es cierto que son muchos menos que el año 2019 , que llegué a 87, pero claro: ─En 2019 no hubo una pandemia mundial que nos tuvo encerrados en casa. ─En 2019 sí tuvo algún que otro viaje, entre ellos, el viaje a Italia, del que salieron bastantes papelitos. ─La dinámica de 2019 era muy distinta a la de 2020. Por lo que sea, este año he tenido menos presente el bote de buenos momentos y cosas bonitas.  No obstante, no me ha hecho falta revisar los papelitos para darme cuenta de que este no ha sido el peor año de mi vida. Sí, es cierto que la pandemia lo ha teñido todo, pero no he perdido a ningún ser querido, la gente cercana a mí que lo ha cogido lo ha pasado sin demasiadas complicaciones (hasta ahora, y que siga a