Casi todo es cuestión de fuerza de voluntad.

 Y esa frase es verdad si cambias «fuerza de voluntad» por «dinero». 

Recuerdo que hace unos cuantos años escuché una charla de un psicólogo (no recuerdo el nombre, ustedes me perdonen) que decía que la fuerza de voluntad no existe o, al menos, que nada se consigue principalmente con fuerza de voluntad. Es inmensamente más fácil dejar de fumar, por ejemplo, si cuentas con ciertas condiciones facilitadoras que si  tienes fuerza de voluntad, sea lo que sea eso, y por mucha que tengas. Lo mismo ocurre con la alimentación saludable y la pérdida de peso. Y aquí es donde voy.

Desde la sociedad gordófoba y pesocentrista en la que vivimos, estar/ser gordo está mal (sí, parece que la gordura tiene implicaciones morales) y dejar de serlo es una cuestión de fuerza de voluntad. Si no adelgazas es porque no tienes fuerza de voluntad, porque eres débil. Y la explicación gusta, porque es sencilla y porque si no somos gordos nos hace sentir, de alguna forma, superiores: nosotros sí tenemos lo que hay que tener, esa disciplina necesaria, para no abandonarnos y convertirnos en gordos (todo mal aquí, todo mal). 

Ya quisieran muchos de esos tener la fortaleza de muchos gordos. No saben el hambre que yo he pasado. No saben la disciplina que he puesto en práctica. Y al final nada funcionaba. He pensado muchas veces cómo es posible, con lo disciplinada que soy para todo (estudios, trabajo, organización, etc.) que nunca haya conseguido adelgazar de manera más o menos definitiva. ¿Por qué tengo fuerza de voluntad para otras cosas y no para eso? Pues porque la cosa no era la fuerza de voluntad, evidentemente. No es sostenible (ni sano, claro) vivir toda la vida pasando hambre, sintiéndote mal si sales a cenar con tus amigos o no tomando nada en la heladería porque no debes. 

Hace dos meses que empecé a ver a una nutricionista que nunca me ha hablado de fuerza de voluntad y que se ha preocupado por saber qué cosas me gustan y cuáles no, cómo puedo incorporar ciertos hábitos a mi rutina y horarios, qué cosas pueden facilitar que mis hábitos mejoren. «No es que lo estés haciendo mal, pero no estás haciendo lo correcto», me dijo en la primera sesión. Claro, yo me alimentaba guiada por los aprendizajes de toda una vida, muchos de ellos erróneos. Ahora resulta que, como me lo puedo permitir, puedo pagar a una profesional que dedica su tiempo a formarse e informarse sobre el tema para que me indique qué debo hacer, cómo puedo mejorar mi alimentación y mis hábitos. 

Durante estos dos meses no he tenido que hacer uso de mi fuerza de voluntad. No me cuesta trabajo seguir las pautas. No tengo la sensación de estarme prohibiendo nada, no estoy amargada y mi relación con la comida está mejorando mucho. Todo es bastante fácil. Y, aunque no es lo más importante, no deja de fascinarme que, sin pasar hambre ni torturarme como lo he he estado haciendo toda mi vida, haya perdido casi 8 kilos. Puede no parecer mucho, pero oye, no tengo prisa: podría seguir haciendo esto toda la vida porque no me duele. 

Así que resulta que no me hacía falta fuerza de voluntad, sino el dinero necesario para que me ayudaran. Del tiempo, si eso, hablamos en otro momento. 

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