Mi abuela.

Mi abuela paterna se llamaba Mercedes. Era una de esas mujeres del campo de las que se habla tanto ahora. Una mujer dura, que parió en medio del piazo, mientras vendimiaba, y que después de comer estaba vendimiando de nuevo.

Mi abuela tenía las manos rudas y nudosas de quien ha trabajado con ellas toda su vida. No solo entre pámpanas y surcos, sino también en lavaderos de agua helada, restregando con brío, con violencia, paños y pañales.

La recuerdo con su pañuelo negro, siempre atado bajo la barbilla, y el pelo blanco recogido bajo él. De negro, siempre de negro, siempre de luto. Yo pensaba que era por mi abuelo, al que nunca conocí, pero no, ya de joven iba vestida siempre, siempre de negro. Y ya de joven tenía cara de anciana.

Mi abuela no cuadraba en ninguno de los modelos de mujer que se me habían inculcado. No era delicada, no era cariñosa, era dura, estricta. Ahora la categorizaría como una Bernarda Alba pobre. La recuerdo golpeando el suelo con su bastón mientras sentenciaba y maldecía, mientras sus nudillos se ponían blancos por la presión. Y recuerdo sus enfados. Una vez a mi hermano, un niño pequeño, se le ocurrió decir que si un hombre que preguntaba por ella era su novio y le montó tal bronca-performance que mi hermano estuvo semanas escondiéndose cuando la veía. Toda, toda la vida, habló con adoración de su marido.

No me habría gustado que fuese mi madre. Era una madre implacable, extremadamente crítica con sus hijos y, sobre todo, con sus hijas. Tampoco era una abuela entrañable, nunca quiso cuidarnos, ni quedarse con nosotros mientras mis padres trabajaban, pero hay ciertos gestos de cariño que tuvo conmigo que no se me van a olvidar. Por ejemplo, mi abuela sí era de esas que te daba veinte duros como si te estuviese dando droga, apretándotelos en la mano. Además, aunque detestaba la glotonería (supongo que porque había vivido tiempos peores), de vez en cuando me daba un trocito de chocolate negro, arenoso, de ese que se utilizaba antaño para preparar chocolate a la taza. Lo guardaba entre sus toquillas, junto a su otro tesoro, una lata azul de crema Nivea. Bien escondido, para que nadie lo encontrase. Todavía recuerdo la anticipación, el empezar a salivar, cuando mi abuela me decía que la acompañase hasta el armarito. Aún hoy busco esa marca de chocolate cuando vengo al pueblo.

Mi abuela padeció mucho en vida. No sé si sería feliz en algún momento. No me la imagino siéndolo, siempre la veía con su rictus serio. Perdió varios hijos. Algunos apenas nacidos. A otro se lo llevó la meningitis, en un brote que dejó roto al pueblo (deberían haberlo vivido los antivacunas). Sus hijos muertos están repartidos por varios cementerios de la comarca. Uno de ellos, al que no llegaron a bautizar, estaba enterrado aquí, en un anexo al cementerio. Lo enterró mi abuelo, con sus propias manos, y le puso encima una piedra sin nombre, para reconocer la tumba. Recuerdo que cuando era niña mi padre me llevó a ver ese pequeño montículo de tierra y me contó esta historia. Había otros como ese a su alrededor, tumbas sin nombre, niños sin bautizar. Hace unos años, en una ampliación del cementerio, sus restos, los de todos ellos, fueron exhumados y vueltos a enterrar en una fosa común.

Supongo que como no podía ir a llorar a la tumba de todos y cada uno de ellos, no iba a la de ninguno, y llevaría su pena por dentro. Nunca, jamás, la vi llorar.

A mi abuela se la llevó, después de un periodo de sufrimiento no muy largo, pero intenso, una leucemia. La enterramos en noviembre. Como nevaba no pudimos encontrar enterrador, así que mi padre y uno de sus hermanos sacaron a mi abuelo de su tumba para poderlos enterrar juntos, como ella había pedido en multitud de ocasiones. No me dejaron ir al velatorio ni al entierro. Yo tenía 11 años.

Durante semanas estuvimos escuchando sus nudillos golpeando las portadas a las cuatro de la tarde.


Comentarios

  1. Qué buena entrada.
    Yo he escuchado más de un relato de abuelas así, de pueblo, severas. Sin generalizar, supongo que la dureza y la pobreza del mundo rural a muchas las hizo así. Y a pesar de eso, a su manera, tenían sus muestras de cariño.
    La marca de chocolate que te daba, ¿recuerdas el nombre?
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Claro. Aún la compro cuando vengo. "Cristo de Villajos", se llama.

      Eliminar
  2. Justo hoy, que es el día de los abuelos...
    El retrato de tu abuela me recuerda al de mi abuela materna, pero sólo en una cosa: el aspecto exterior, la ropa negra y el pañuelo en la cabeza. También era una mujer de campo. Pero no era ruda. Era un trozo de pan. Y buena, y cariñosa... Se murió cuando yo tenía 10 años y aún la echo de menos. Siento no haber podido pasar más tiempo con ella.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Uf, mi abuela tenía un mal genio... jajaja.

      Yo no sé, no sé si le habría gustado la persona en la que me he convertido.

      Eliminar

Publicar un comentario

¡Adelante! Deja tu retal :)

Entradas populares de este blog

Tontos-a-las-tres.

Cómo aprobé el nivel Avanzado de la EOI preparándome por mi cuenta.

Libro: La edad de la ira, de Fernando J. López