Las palabras adecuadas.

Me la encontré, después de muchos años, en un bar de esos exclusivos, todo lo contrario a los baretos cochambrosos que solíamos frecuentar cuando nos conocimos. Su estado era tan lamentable como el mío, seguramente, pero en ella estoy seguro de que quedaba peor. Quizá porque recordaba la infinidad de veces que nos había tumbado bebiendo sin despeinarse siquiera. Puede que llevase muchas más copas encima que yo, no sé. Lo importante es que estaba más o menos igual de jodida que yo.

Quedaría bien decir que dudé, que no la reconocí de primeras, pero sería una mentira. Era inconfundible. La vi, borrosa, al otro lado de la barra y supe que era ella. Se apoyaba con dificultad y gesticulaba mucho. Movía las manos de aquella manera efusiva, tan suya, pero como a cámara lenta. Me acerqué todo lo rápido que mi pedo me permitió y, aunque pretendía murmurar su nombre, lo medio grité.

–¡Marta!

Ella se giró, entornó los ojos, como intentando reconocerme. A decir verdad, puede que lo que estuviese pensando es "¿Quién es este puto calvo?", pero no lo dijo. Tras unos instantes eternos, ella sí, murmuró mi nombre.

–Alberto...

Y después nos quedamos callados un buen rato. Me senté en un taburete a su lado y seguimos bebiendo en silencio, como si no fuese bastante con lo que ya teníamos encima. Finalmente, ella me preguntó qué tal me iba. Le conté que acababa de firmarle a mi mujer los papeles del divorcio.  Ella me contó que había dejado a otro capullo antes de que las cosas se pusiesen serias.

–Aún así, me sabe a fracaso. Y van unos cuantos.

Cuando éramos jóvenes, cuando ella se comía el mundo en cada canción de Iron Maiden, cuando todo le importaba una mierda, no me la habría imaginado así, acodada en una barra y bebiendo para desinfectar las heridas del mal de amores. Supongo que, al fin y al cabo, era humana. Quizá fue esa convicción lo que me dio el valor de preguntarle algo que me había rondado la cabeza muchas veces.

–Podríamos haber estado bien. Tú y yo, ya sabes. Haber sido felices, si es que eso existe. Me habría gustado mucho. ¿Por qué nunca me diste una oportunidad, Marta?

Me miró fijamente –más o menos, sus pupilas temblaban– y, si la borrachera no me engañó, vi en su cara una mueca de espanto seguida por una desolación inmensa. Me contestó mirando a la barra.

–Nunca me la pediste.

Me pareció ver dos gotas caer sobre la barra. Apuró la copa de un trago y se fue sin despedirse. Otra vez.





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