Sin sudar, sin despeinarse, sin hacer el ridículo.

 Hay un muchacho al que le gusto. No le gusto-gusto. Le gusto de esa manera adolescente de cuando alguien nuevo llega al grupo y como nadie te hace demasiado caso te «enamoriscas» por si acaso cae la breva. Es decir, le gusta más la esperanza de que alguien le corresponda que yo, me temo. Más que nada porque si me conociera un poco me detestaría a la vista de las cosas que dice. La última vez que nos vimos (es amigo de una amiga) acabó al noche diciendo que sobran funcionarios, que los impuestos son un robo, que por qué tiene él que pagarle la universidad a nadie, etcétera, etcétera. Tenemos mucho futuro, como puedes ver. 

De todos modos yo ya me había dado cuenta de que no había nada que hacer un rato antes. El muchacho no baila. Una pena. También te digo: es algo respetable. No a todo el mundo le tiene que gustar bailar. Lo que me dejó con el culo torcío fue su explicación. Supongo que al ver que yo no paraba de bailar se sintió obligado a justificarse o algo.

─¿Sabes por qué yo no bailo? ─me dijo.

─Ni idea ─contesté yo.

─Porque sudo.

A lo que yo no pude resitirme a contestar:

─Entonces imagino que follar tampoco follarás, porque también se suda. 

Como ves, nada que hacer ahí.


Siempre he sido de vivir la vida despeinada. Por el viento, por el baile, por unas manos deseadas. En los últimos tiempos me he dado cuenta de que a las personas con las que me acuesto les gustan mucho mis rizos. No todas se atreven a tocarlos, claro, lo cual me parece un gesto de consideración encantador. El último de mis amantes me lo dijo una vez, que no me tocaba el pelo porque sabía el trabajo que lleva el pelo rizado, lo fácil que es desbaratarlo. Y es verdad. Pero en la última ocasión en la que estuvimos juntos, al ver cómo frenaba la mano justo antes de ir a meterla entre mis rizos, me vi obligada a animarle, a llevar la mano a mi melena. ¿Qué es lo peor que podía pasar? ¿Que acabase despeinadísima tras una noche de pasión? Pues joder, menudo problema. Al día siguiente una coleta y arreando. 


Qué difícil es vivir la vida intentando no salirse de las líneas, siempre pendiente de estar correcto, presentable, perfecto, de no dar la nota, de no hacer el ridículo. Por ejemplo, hoy, volviendo al baile, mi entrenadora ha decidido acabar la jornada con unas sevillanas. Una de las personas que había participado en el entrenamiento ha preferido sentarse porque si no hay cervezas de por medio, no baila sevillanas. Yo, que bailo lo que haga falta y como sea, me he apuntado de forma muy entusiasta, claro. Cuando hemos empezado ha dicho: «Claro, es que yo bailo sevillanas como ella (refiriéndose a mí), fatal. Sin alcohol no me pongo yo». Ella, yo, aprendió a bailar sevillanas viendo vídeos de youtube porque quería participar de la fiesta y pasarlo bien. Y ella, yo, lo consigue. Se lo pasa bomba. No seré la más precisa de las bailaoras de sevillanas, ni lo pretendo, pero lo disfruto muchísimo. ¿Que hago el ridículo a ojos de algunas personas? Pues mira, tanto me da. Por lo menos yo no me quedo sentada viendo a los demás pasarlo bien por no hacer el ridículo. Decisiones, supongo.


Al menos, aunque últimamente dudo de casi todo, en esto sí que estoy segura de haber elegido el lado correcto para mí: el de las que sudan, se despeinan y bailan como si nadie las mirase. 

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