El temblor.

 Cuando empecé a escribir poemas sobre salud mental llamé a este tipo de fenómeno «el temblor». Como metáfora me resulta muy expresiva: una está haciendo su vida normalmente, hasta puede que esté de buen humor, contenta, más o menos satisfecha, o tal vez con cierta insatisfacción que acierta a tolerar, sea como sea, una va haciendo su vida y, de repente, el temblor. El temblor es algo que ocurre, que puede ser identificable o no, pero que hace que se dispare la sensación de alerta y que una especie de miedo atroz se apodere de una. Rara vez ocurre que el temblor sea una falsa alarma: normalmente va seguido de réplicas: pensamientos intrusivos, agotamiento, ideaciones suicidas de mayor o menor intensidad, aislamiento, saturación sensorial, deseo de soledad y/o miedo atroz a quedarse sola... Ya ves, una fantasía. 

A otras personas el temblor se les acaba notando. Entran en una espiral de malestar que les acaba impidiendo ser funcionales. A mí no. Yo me sigo levantando por las mañanas (aunque me cueste más), sigo haciendo mi trabajo y mis distintos quehaceres (el ojo atento puede verme algo más lenta, algo más despistada o descuidada, puede, quién sabe, que tenga pequeños descuidos u olvidos). Durante un tiempo seguiré haciendo las cosas que supuestamente me gustan, aunque no encuentre placer en ellas. Al cabo del tiempo dejaré de hacerlas porque ser funcional en mis obligaciones ya no me deja energías para seguir intentando disfrutar de nada. Los pensamientos intrusivos se harán más insistentes y las ganas de cerrar los ojos y no volver a abrirlos se intensificarán. Lloraré mucho, mucho, mucho, pero siempre en privado. Tal vez en público se me empiece a notar aún más rara (en mi episodio más grave perdía la capacidad de hablar con fluidez a veces), pero seguramente no tanto como para que nadie le dé demasiada importancia. Volveré a la casa en la que vivo sola y acabaré pensando en cuánto tardarán en encontrar mi cadáver si me muero ahora mismo o, mejor dicho, en cuánto tardarán en echarme de menos. 

No siempre llega a esos extremos, claro. A veces los efectos del temblor duran unos días. Dos, tres, cuatro a lo sumo. Son unos días muy malos pero pasan rápido. No se siente así en el momento, pero cuando acaban y los comparas con episodios de muchos meses das gracias porque haya sido poco más de media semana. O una. O dos. El problema es que cuando sientes el temblor, ese instante en el que tu vida queda en suspenso y empieza la caída, no sabes cuánto va a durar o hasta dónde va a llegar esta vez y ese terror lo hace peor todavía.

Hoy hace un par de días que sentí el temblor de nuevo. 

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