Moliendo café.

 



Laura se ha dado un baño larguísimo, como hace siempre que no tiene que pagar el agua que el baño implica. Mientras estaba a remojo había enviado la dirección del hostal, la habitación y el número de teléfono de su cita a su amiga Andrea, quien no había perdido la oportunidad de recordarle que se pueden tener citas en lugares públicos, algo más concurridos y menos peligrosos. Laura siempre contestaba lo mismo:

─No quiero que se lleven una impresión equivocada de mí. 

─¿Equivocada? ─preguntó Andrea la primera vez que escuchó esa respuesta.

─Sí, no quiero que se crean que quiero algo más que sexo. Ya sabes, quedar para un café puede confundir a la gente. En cambio, quedar en una habitación de hotel manda un mensaje bastante claro, ¿no crees?

En realidad no era tan sencillo: más de uno había intentado volver a quedar, ir a cenar o al cine. En alguna ocasión había repetido cita, pero siempre en el hotel. No es que se lo dijera a la cara, pero de aquellos hombres Laura solo quería un rato de sexo. Ya tenía buenos amigos y, por el momento, no está interesada en enamorarse. Lo de "por el momento" era algo que añadea veces como una cortesía: la verdad es que no está interesada en enamorarse en absoluto.

Hubo un tiempo en el que sí lo estuvo. «Demasiados cuentos de hadas», se decía sonriendo cuando lo recordaba. Había salido con Alberto una temporada, hasta que se enteró de que le ponía los cuernos. Lo había intentado con Fidel, que era su supervisor cuando lo conoció, pero cuando se cansó de llevar una relación a escondidas y se lo dijo, Fidel pensó que una reacción razonable era amargarle la existencia. Al menos los jueces lo habían puesto en su sitio. Y se enamoró hasta las trancas de Miguel, un compañero becario con el que compartió el primer trabajo precario y sus desencantos. Él hacía de community manager de la empresa. Ella, trabajos relacionados con el grafismo. Ni qué decir tiene que trabajaban a cambio de una miseria con un contrato de formación que no hacía justicia ni a la mitad de las horas de trabajo que pasaban en la oficina. 

Se tumba en la cama, envuelta solamente en el albornoz y recuerda aquellos tiempos: ella acababa de llegar a Madrid, una chica de provincias que solo había pisado la capital una vez con una excursión del colegio y todo la deslumbraba. Estaba acobardada, pero aquel trabajo de mierda le había dado algo bueno: un grupo de apoyo. Aquella puñetera empresa parecía nutrirse de becarios, lo que le permitió conocer gente a la que trataban igual de mal que a ella.  El trabajo era una mierda, sí, pero por la tarde, al acabar, fuese la hora que fuese, había alguien que se apuntaba a tomar una caña. En esas reuniones fue donde perdió la cabeza por Miguel. 

Una tarde, en uno de esos bares rarísimos a los que Miguel (el único madrileño del grupo) los llevaba, empezó a sonar la canción «Moliendo café». Él se emocionó muchísimo y empezó a pedir a gritos que alguien bailase con él. Solo Laura se atrevió a hacer aquel ridículo, y únicamente porque habría hecho cualquier cosa que él le pidiera. Desde esa tarde en adelante, siempre que pasaba por su departamento, Miguel tarareaba la canción de manera desenfadada y ella se ruborizaba. 

Laura deja escapar una carcajada. «Qué tiempos aquellos, cuando aún me ruborizaba...». Poco después Miguel dejó el trabajo y se marchó al extranjero. Allí ataban los perros con longanizas, o eso decía todo el mundo. 

─A las malas, aprenderé inglés... ─les dijo. 

La tarde de su despedida se emborracharon todos menos Laura, que quería recordar cada detalle, segura de que no volvería a verlo. 


De manera oportuna para apartar la nostalgia, su cita llama a la puerta de la habitación. Ella abre y le sonríe. Él parece cohibido al encontrarla allí, tan cómoda, casi como si hubiese esperado que aquello fuera una broma.

─Hola, soy...─intenta presentarse, pero Laura lo impide.

─No necesito saber tu verdadero nombre y supongo que a ti tampoco te interesará demasiado el mío, ¿verdad? ─y entonces se abre el albornoz, invitándole a entrar.



El sexo es decepcionante. Laura despide al señor sin nombre y se da otro baño antes de salir a cenar. Le han hablado muy bien de un restaurante mexicano en Barcelona y no quiere esperar a otro viaje para probarlo. Se acerca a recepción para entregar la tarjeta, pero el recepcionista está ocupado. A su lado empieza a escuchar a alguien silbar una melodía que le es familiar.

─¡Miguel! ─dice, y se lanza a abrazarlo.

─Sí que es pequeño el mundo, ¿eh? ¿Qué haces aquí? ─él parece tan entusiasmado y sorprendido como ella.

─Trabajo. Mañana tengo una reunión con unos clientes. Ahora trabajo en una empresa de publicidad tochísima y me pagan un salario casi justo, ¿qué te parece? ¿Y tú? ¿Qué haces en Barcelona?

─Trabajo. Vengo a cubrir una reunión de empresarios europeos. Un coñazo, vamos. Ahora trabajo para un periódico de Londres y me pagan un salario casi justo. No eres la única que ha progresado... ─bromeó.

─Iba a cenar a un mexicano... Si te apetece puedes venir y nos ponemos al día ─propone Laura.

─Bueno... La verdad es que me apetece mucho pero no me gustaría que te llevases una impresión equivocada...

Laura busca palabras para reaccionar, pero no las encuentra. Antes de que ella pueda añadir nada, Miguel se explica:

─Me temo que la última vez algo te llevó a creer que no me interesabas y considero que para evitar malentendidos de ese tipo deberíamos subir primero a mi habitación, si no te parece mal.

Laura levanta la ceja izquierda y mostrando su mejor y más seductora sonrisa, contesta:

─Por supuesto. Siempre es buen momento para aclarar viejas confusiones...

El restaurante mexicano iba a tener que esperar a otro viaje. 



Hoy me he acordado de esa canción que cantaba un excompañero de trabajo y me ha apetecido volver a escribir sobre casualidades imposibles. Son uno de mis temas favoritos.

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