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Todo pasará

 Todo pasará. Caerán las civilizaciones y, antes de eso, esta cosa que llamamos Internet habrá desaparecido. Tal vez por eso no tiene sentido que invierta minutos de mi tiempo (de mi escaso tiempo) en escribir aquí para contar que esta mañana alguien ha decidido salir de su cama antes de tiempo para presentarse a las 7.30 en mi parada de autobús a darme un abrazo antes de que me fuese al trabajo. Sin necesidad, solo porque sí. Porque creyó que me haría bien. No, tal vez no tenga sentido, porque todo pasará. Pero esto habrá sido verdad, como también es verdad mis ganas de gritarlo al mundo: «Hoy alguien madrugó y salió de casa para abrazarme unos minutos». Todo pasa, sí, precisamente por eso debemos celebrar cada instante valioso, cada logro, cada regalo.  Hoy quiero celebrarlo. Celebrarle. Recordarme que, en medio de la oscuridad, tengo encendidas unas cuantas velas que resisten obstinadas el soplar del viento. Puedo considerarme afortunada. 

No fue para nada.

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 Ayer recibí estos mensajes.  Ángel me escribía a cuentas de mi último poema en la newsletter, en el que hablaba de un día de playa con mis amigas. Él no podía preverlo, y sé que no lo hizo para generar ninguna emoción particular en mí, simplemente me lo dijo porque pensó que era bonito y que tenía que saberlo, pero esos mensajes fueron importantísimos para mí.  Hace un año aproximadamente decidí que quería vivir con mayúsculas y tomé alguna que otra decisión que, vista desde fuera, probablemente pareciera una chaladura. Lo hice aterrada. ¿Qué es eso de poner patas arriba la vida de una? Y más yo, con lo devota que soy de las zonas de confort. Pero una zona de confort solo lo es si te da paz y felicidad. Si te aprieta, de confort nada.  Me la jugué, hice renuncias y tuve pérdidas, pero lo hice. Estaba determinada a vivir mi vida, que por lo demás es una vida pequeñita, normal y corriente, en mayúsculas. Mi lema para 2024 es "Arder", por otro de mis poemas. Mi apuesta fue por

Con la mente abierta y el corazón en la mano.

 Hoy hablaba con un lector de mi newsletter, César, y él me decía que le gustaba cómo llevo el corazón en la mano. Me decía que, igual que Pratchett comentaba que tener la mente abierta es problemático porque la gente intenta meter cosas, llevar el corazón el mano es peligroso porque a veces la gente te zarandea o lo coge, y lo tira, y se nos llena de polvo, y pelusas, por no hablar del topetazo. Pero que cogemos el corazón, lo sacudimos, lo lavamos un poquito y nada, a ponerlo a funcionar de nuevo, como si nunca hubiera pasado nada. Aunque haya pasado, añado yo, y ahí está el mérito.  Es fácil sentir cuando no te han hecho demasiado daño. Es fácil ser inocente cuando todavía no te han engañado. Por eso en la adolescencia vamos así, con todo, de cabeza. Lo natural y normal es, a medida que vas viviendo y te vas llevando palos, tender hacia cierto cinismo o desesperanza, ¿cómo no? Aprendemos y hacemos predicciones, previsiones. Sabemos las cosas que pueden pasar. Nos preparamos para el

Merecemos que nos quieran. Por supuesto y siempre.

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 Hoy andaba churneando por insta cuando me he cruzado un vídeo que he visto un millón de veces. En él, una madre y su peque hablan de un enfado que el peque ha sufrido ese mismo día y de las emociones implicadas en la situación. La conversación es chulísima. Pero hay un punto que siempre me emociona. Al final del vídeo el pequeñujo le dice a la madre: «Hasta cuando estoy así de enfadado, ¿todavía me quieres tanto?», a lo que ella contesta: «Por supuesto, siempre» mientras lo abraza.  Esa parte siempre me rompe un poco. He crecido creyendo que tenía que ganarme el amor de los que me rodeaban, que el hecho de que me quisieran era un premio que tenía que hacer lo posible por merecer. De hecho, pensaba que era así para todo el mundo. No ha sido hasta hace unos cuantos años que me he dado cuenta de que no van así las cosas y he descubierto que hay personas que quieren a los suyos incondicionalmente, hasta cuando la cagan, hasta cuando no hacen nada activamente por merecerlo. Wow.  Ese pensa

Nena, tú eres un desliz...

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 Escribo esto con menos de tres horas y media de sueño en el cuerpo. Considero que, en vistas a lo que pretendo volcar aquí, es un dato que debe tenerse en cuenta: al parecer la privación de sueño puede producir estados depresivos o de euforia. En mi caso, si está produciendo algo, es lo segundo. Como decía, llevo tres horas y media de sueño en el cuerpo, una jornada laboral (no excesivamente dura, pero no se ha hecho sola, ha habido que hacerla), una sesión de castañuelas, una sesión de guitarra, cocinar, recoger, entrenar (bailando reggetón viejito entre ejercicio y ejercicio, porque descansar es de cobardes o algo), una ducha y otra sesión de baile en casa. Sí, así es: he llegado a mi casa y, tras la ducha, me he puesto a bailar. Y mientras salía del baño bailando a buscar el pijama me he dado cuenta de que soy un puñetero portento de la naturaleza.  Yo sé que lo que se lleva, lo que nos han inculcado es que hay que ser humildes, no presumir, no ser soberbios. Tener autoestima pero

Poco es demasiado.

 No hay que ilusionarse mucho con la gente, y mucho menos con los hombres. Si algo he aprendido últimamente es que los señores tienen una facilidad pasmosa para convertirse en calabaza. Así que nada, un va despacito y con buena letra, y no se permite volar demasiado alto, vaya a ser que... Pero volar un poco ya es volar demasiado alto, me temo. Yo esta vez creo que he sido comedida: me limité a preguntarle qué bebía por si alguna vez venía de visita, tener algo que ofrecerle. «Cocacola», me dijo. «¿De la normal?», pregunté. Y sí, era de la normal. Así que cuando hice la siguiente compra me traje dos latas. Por si acaso. Con esperanza, lo reconozco, pero una esperanza tan tenue, tan humilde: que tal vez, una tarde o una noche viniese a casa a charlar, o a ver algo, y tomásemos un refresco juntos. ¿Es mucho soñar eso? Se ve que sí. Ahora tengo ahí dos latas de cocacola normal que no se va a beber nadie y el corazón un poco más desencantado. No sé cuántos más golpes de realidad va a sopor

Sin sudar, sin despeinarse, sin hacer el ridículo.

 Hay un muchacho al que le gusto. No le gusto-gusto. Le gusto de esa manera adolescente de cuando alguien nuevo llega al grupo y como nadie te hace demasiado caso te «enamoriscas» por si acaso cae la breva. Es decir, le gusta más la esperanza de que alguien le corresponda que yo, me temo. Más que nada porque si me conociera un poco me detestaría a la vista de las cosas que dice. La última vez que nos vimos (es amigo de una amiga) acabó al noche diciendo que sobran funcionarios, que los impuestos son un robo, que por qué tiene él que pagarle la universidad a nadie, etcétera, etcétera. Tenemos mucho futuro, como puedes ver.  De todos modos yo ya me había dado cuenta de que no había nada que hacer un rato antes. El muchacho no baila. Una pena. También te digo: es algo respetable. No a todo el mundo le tiene que gustar bailar. Lo que me dejó con el culo torcío fue su explicación. Supongo que al ver que yo no paraba de bailar se sintió obligado a justificarse o algo. ─¿Sabes por qué yo no b