El poder de las palabras.

Las palabras son poderosas. Ni siquiera hace falta gritar: a veces los susurros conservan toda la fuerza de un grito. Eppur si muove. Y otras veces hasta el silencio les basta.



Conmigo las palabras hacen magia: cuando me siento invisible, vuelven a situarme en el mundo, me dotan de contornos, me dan entidad. Si yo hubiese sido Jessica Rabbit debería decir que me han escrito así. Las palabras tienen ese poder porque yo les doy ese poder. Porque elijo creer o dejar de creer, aunque mis criterios quizás no sean del todo acertados.

He dejado de creer muchas palabras por culpa de la voz que las transporta. Su significado ha ido goteando por las grietas y se han quedado vacías. La combinación más hermosa de esas palabras, en esa voz, no provocaría ningún efecto en mí, ya no. Porque he decidido no creerlas.

He dejado de creer palabras poniéndome excusas, proyectando en los demás las razones por las que yo miento. Ya, sé que es injusto creer que los demás son como yo. Evito poner calificativos.

Pero, sorprendentemente, siempre he creído en las palabras dulces de los desconocidos. Sin motivos, sin pruebas. He elegido creerlas porque soy vanidosa y porque me hacen sentir bien. Quizá porque yo misma me miento diciéndome que no tienen motivos para mentirme ellos. Como si no supiese lo suficiente como para saber que lo que me digo es mentira. Y aún así...

Las palabras llegaron en silencio y a deshora.

Eres excepcional. Magnífica.

Me dan ganas de protegerte del mundo. De un mundo que, además, tú ves mejor que yo.

Eres una poeta maravilllosa. No sé si el mundo te puede sentir, pero yo sí.

Y ahí estaba yo, de nuevo, recuperando los contornos.

Qué tontería, ¿verdad?



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