«Una vez me enamoré...»
Así empieza el primer capítulo, la primera de las tesis, del libro El amor es imposible de Darío Sztajnszrajber. Compré el libro hace más de un año, tras leer una entrevista al autor en un periódico hablando del ensayo en cuestión. En ese momento yo estaba no solo desenamorada sino también desencantada y las ideas que desgranaba el autor en la entrevista (el desafío al amor institucionalizado, normativo, protocolario, mainstream, domesticado...) me llamaron mucho la atención. Influyó, no lo niego, que un compañero muy querido tiene verdadera devoción por el autor, al menos, como divulgador filosófico. Y yo lo intento, de verdad. Intento leer filosofía para sacudirme un poco el síndrome de la impostora. Pero es que no puede ser. Voy a aplicarme la norma de leer principalmente autoras porque ya estuvo bien de señores dándose bombo, importancia y haciéndose fiestas a sí mismos. Que no, que no cuela.
Llevo unas pocas páginas. Ya empecé a enemistarme con el libro cuando, al principio, da indicaciones sobre el orden de lectura. ¿Rayuela all over again? Mira, staph. Pero bueno, seguí. He de decir que la introducción me gustó mucho, así que seguí esperanzada. Pero enfrentarme a la primera tesis está siendo un «pero qué cojones» continuo.
Espero equivocarme, pero me temo que estoy ante un ejemplo más de filosofía que consiste en un señor dándole vueltas a un problema inventado (inventado de verdad, no de que nadie haya problematizado la cuestión antes), utilizando muchas palabras en estructuras complejas y confusas para que, mientras que tú intentas seguir el discurso, él pueda colarte argumentos de mierda. He aquí un ejemplo.
El autor reflexiona sobre qué queremos decir cuando decimos «Una vez me enamoré». Primero teoriza sobre si puede significar que solo nos hemos enamorado una vez. Luego postula que, cuando enunciamos esa expresión, nos estamos refiriendo a una ocasión en que nos enamoramos entre otras. Y dice esto:
«Una vez me enamoré como tantas otras veces. De eso se trata cierta fatalidad: no puedo no enamorarme, una y otra, y otra vez.»
Oh. Cómo me gustó esa parte. Hace unos días decía que mi estado natural es «enamorada». Hace unos meses asumía el destino trágico de mi persona que es el de jurar que no me vuelvo a enamorar tras cada desengaño y acabar enamorándome indefectiblemente de nuevo. Porque no puedo evitarlo. Me voy a enamorar una y otra y otra vez. No puedo no hacerlo.
Pero claro, el desarrollo de la idea sigue. Y el autor caracteriza esos amores:
«Todas [las veces que me enamoré] medianamente similares sin ninguna revelación particular en una vida que evidentemente transcurre por otros lados.»
Ah, no, mira. Eso sí que no. Te puedo comprar lo de medianamente similares (que no, pero bueno), pero lo de sin ninguna revelación particular blablabla no te lo compro. Que uno se enamore muchas veces no resta valor a cada una de las experiencias individuales de enamoramiento o, al menos, no tiene por qué hacerlo. Creo que el amor es una fuerza transformadora. Si de una historia de amor no sales, al menos, ligeramente cambiado (sea cual sea el sentido de cambio pertinente en cada caso). Quienes nos hemos enamorado muchas veces hemos cambiado mucho y esas transformaciones que ocurrieron con motivo de esos amores se convierten en parte esencial de lo que somos, dotando a cada experiencia amorosa de una relevancia individual, por más que la experiencia de enamorarse no haya sido única. Los que complementamos ese «Una vez me enamoré» («Una vez me enamoré de un psicópata», «Una vez me enamoré de mi mejor amiga», «Una vez me enamoré de un músico»...) nos enamoramos una y otra vez como nos ha ocurrido tantas otras veces, pero tenemos la capacidad de que la repetición no convierta esas vivencias en irrelevantes y, desde luego, no tenemos la vida desviada por otros lados. No nos enamoramos para llenar el tiempo que nos sobra entre el trabajo y la hora de dormir.
No creo ser la única. Pero aunque lo fuese, aunque fuese tan rara como me han hecho creer durante buena parte de mi vida, el salto argumentativo es un mojón. Y la sensación que tengo ya, desde bien pronto, es que tal vez este hombre no sepa bien lo que es enamorarse. Y que me gustaría leer este libro escrito por una mujer.
Seguiremos informando si acabo el libro sin lanzarlo por la ventana.
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