De 22:30 a 23:30: Hacer el amor.

 Hay una canción muy hippie, «Time of the Season», que dice algo así que hay un tiempo en el que el amor es intenso, un momento en el que toca amar. Me pregunto qué momento es ese. Pareciera que el amor es una cosa que ocurre en segundo plano, todo el rato, sin tener que reservarle tiempo y espacio. Pero no, no es así: el amor se hace. Cuando hablo de hacer el amor no me refiero solo al sexo, sino a todos los gestos, tareas y rituales que requiere querer bien a otra persona. Que no son pocos. 

En los últimos tiempos he conocido a alguien. Es alguien estupendo, del que me conquistó, en primer lugar, su buenísima conversación. Cuando quedamos la primera vez, dos horas y media pasaron en un suspiro. Sigue (seguimos) teniendo esa capacidad: cuando estamos juntos, simplemente charlando, el tiempo vuela. Y el tiempo es un recurso escaso y precioso hoy en día. 

Desde un punto de vista absolutamente romántico lo que sale es decir «pues que el tiempo vuele, total, cuando te mueras no vas a acordarte de las lavadoras que no pusiste o de los exámenes que no corregiste a tiempo». Pero desde un punto de vista levemente más práctico (no mucho, solo levemente) no es tan fácil. Sobre todo, si te gusta hacer bien las cosas. 

Cuando me planteé instalarme aplicaciones de citas (sin más interés que el de tener planes sociales de vez en cuando) tenía muy claro que no quería una relación estable y consistente, de esas en las que el cuerpo te pide pasar mucho tiempo con la otra persona. Entre otras cosas porque no disponía del tiempo ni la energía necesarias para ello. De hecho, no dejar absolutamente de lado a mis amigas me supone un encaje de bolillos tremendo. Como no puedo dejar de trabajar (por aquello de querer comer un par de veces al día y demás, un vicio muy feo), tengo que hacer malabares con el tiempo y energía que dedico a tareas domésticas, obligaciones varias, vida social y cuidados/atención a la gente que quiero y, por último, mi descanso. ¿Cómo iba a meter a una persona más ahí? Imposible. 

Pues bueno, ocurrió. Podría haber sido absolutamente racional, coherente con lo que yo sabía sobre mí y sobre mi vida, y decidir mantener una amistad con esta persona. Vernos, con suerte, una vez a la semana para tomar un café que se nos haría excesivamente corto mientras hablamos de música, de poesía y, si queda tiempo, de nuestras vidas, sueños y aspiraciones. Ya sabes, por eso de conocerse y tal. Pero claro, ¿cómo dejas escapar una ocasión así? Yo no podía. A pesar de todos los inconvenientes que se planteaban, yo no podía, teniendo la oportunidad de explorar algo más intenso con esta persona, conformarme con un colega de cafés. Pudiendo explorar lo que es, quedarme en la zona turística. Imposible. 

Y aquí estamos, haciendo malabarismos. Hemos tenido suerte: la casualidad ha querido que seamos casi vecinos, que vivamos a un paseo de 20 minutos el uno del otro, aproximadamente. Eso es lo que hace que estemos hackeando el sistema un poco, y que podamos vernos con cierta asiduidad. Vernos, abrazarnos, besarnos, hablar de lo humano y lo divino... En fin, esas cosas que hacen los enamorados. Pero, evidentemente, para eso, por cerca que estemos, hay que encontrar el hueco. Y ambos tenemos diversas obligaciones. Así que, con frecuencia, nuestra hora de vernos es pasadas las diez de la noche. Él llega a mi casa (y menos mal que tiene la deferencia de ser siempre el que viene) pasadas las diez de la noche, cuando yo estoy recogiendo la cocina tras la cena. Aparece cargado con su guitarra, normalmente, para tocar para mí (una manera de hacer especial cada día de rutina, cosa que también le agradezco más de lo que puedo expresar) y, cerca de las diez y media es cuando podemos sentarnos. Yo le escucho tocar un rato. Luego hablamos. Últimamente, le leo un poco. Y antes de que nos demos cuenta suena la alarma. Las 23:30 es «la hora del adiós», como él dice. Tuvimos que poner una alarma para despedirnos, porque éramos incapaces de ser conscientes del paso del tiempo de una manera realista. 

No está mal: una hora. Una hora de amor al día (aunque no se dé todos los días). Pero claro, esa hora es tiempo que yo solía dedicar a otro tipo de amor: el propio. Es tiempo que dedicaba a leer, a ver películas o series, a escribir. A chominear con mis amigas... Últimamente, por #cosas, se me ha emperejilado volver a tocar la guitarra. Pues quizá ese tiempo sería el que dedicaría a practicar también. Y bueno, yo solía tener un blog, ¿te acuerdas? Y eso por no hablar de las horas que le acabo restando al sueño. 

Estoy cansada. Físicamente, por supuesto (dormir entre 5 y 6 horas al día no es sostenible para mí), pero también mentalmente porque siento que no estoy haciendo nada bien. Voy arrastrándome por el trabajo, a causa de la inmensa carga de trabajo y la energía que me consume (y que no me sobra), veo poco a mis amigas, mucho menos de lo que querría, apenas estoy leyendo, que es algo que me hace muy feliz y de escribir mejor no hablamos. No estoy haciendo nada especialmente bien o con la intensidad suficiente para sentirme satisfecha. Tampoco hacer el amor, querer a esta persona, que siento que tiene que conformarse con lo que queda de mí a las diez y media de la noche (que no es mucho) y que, imagino que como yo, siente que tiene que renunciar a algo que le hace sentir bien porque las obligaciones aprietan y, a veces, también ahogan. 

Eso me mata. Sentir que no estoy haciendo nada bien. Y, sobre todo, sentir que no estoy queriendo a nadie bien: ni a mis amigas, ni a mi compañero, ni a mí misma. Con lo importante que es para mí querer bien. 

Te paras a pensarlo y vaya mundo de mierda este en el que tenemos que agendar el amor y, ni aún así, nos deja tiempo para hacerlo en condiciones. Hace unas semanas escuché «Yo te quiero pero» de Alba Morena. «Yo te quiero pero tengo que producir», dice la letra. Y esa canción se queda conmigo ya para siempre. Me parece que podría ser un himno generacional. Y qué triste.


PD: Míriam, para ti. Aunque tampoco te estoy queriendo todo lo que querría, aquí tienes un blog, que sé que los echas de menos.

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