El pecado de los domingos.

 

Si tuviese que colocar a cada día un pecado, el domingo sería el de la pereza. Los domingos tengo la suerte de poder permitirme ─casi siempre─ remolonear en la cama to my hearts content (hasta que me sale el toto, vaya). Suelo despertarme tarde, pero me levanto más tarde aún. me gusta quedarme sumida en esa duermevela cálida y deliciosa, confortable, que solo es posible cuando se sabe que el mundo puede esperar. 

Dedico esos momentos a soñar despierta, a imaginar situaciones que nunca van a tener lugar mientras decido ignorar ese detalle, a recrearme en la textura de la cama, el tacto de las sábanas, la temperatura, el silencio, la oscuridad. Y mi cuerpo reacciona y es maravilloso. Es como si un placer electrificante me recorriese, surgiendo de la columna vertebral y extendiéndose desde el fondo a la superficie, hasta la piel, y desde el centro del cuerpo hasta los miembros. Me gusta pensar que son las cosas malas abandonando mi cuerpo gracias a esa cura de pereza. 

Hoy, sin embargo, mi cura de pereza se ha visto interrumpida por un ataque de ansiedad salvaje. He tenido que levantarme de la cama temblando, irme al baño, lavarme la cara con las manos temblorosas, respirar hondo y, sin ser capaz de hacer nada más (y mira que ya llevo unos cuantos a mis espaldas), despertar al parejo para que me abrazase mientras lloraba. Y así he sabido que las vacaciones se daban ya por terminadas. 

Esa ha sido hoy mi manera de seguir ganándome el cielo, porque la pereza es pecado pero la tristeza no. 

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