Kintsugi

 Hace unos meses se me rompió una muela. Además ocurrió como me suelen ocurrir a mí ciertas cosas: con un sentido de la oportunidad maravilloso para arruinar un buen momento. Había comprado merienda al salir del trabajo. Para mí, me había cogido una milhoja, que me encantan y que casi nunca tomo. Pues ahí estaba yo, disfrutando del merengue, tan suave, dulce y blandito, cuando noté algo duro. ¿Qué podía ser? ¿Una piedra de azúcar? ¿Se habrían dejado algo dentro? No sé por qué me dio por pasar la lengua por el interior de los dientes superiores y, ahí estaba, nada más empezar: el hueco. 

Pasaron 9 días hasta que pude ir al dentista. Indefectiblemente, la lengua iba al hueco maldito. ¿Por qué habría pasado? ¿Qué iba a pasar cuando fuese al dentista? De lo segundo no tenía ni la menor idea y me limitaba a dar gracias de que no doliese: eso siempre es buena señal. Lo primero... Lo primero me lo preguntaba sabiendo la respuesta: cuando no puedes más rompes por algún lado. Y yo rompí, de verdad, por ahí. Me rompí y lo hice de la manera más literal posible. 

Hace ya bastantes semanas de aquello pero no puedo evitar que la lengua siga yéndose al hueco: el dentista taponó la rotura, pero, dado que era la última muela de la boca y no se iba a ver, no la reconstruyó, así que, aunque menos abrupto, el hueco sigue ahí. Me recuerda que estoy rota. Y en los últimos tiempos me hace pensar que quizá nunca deje de estarlo, como la muela. 

El otro día hablaba a mis alumnos del kintsugi: el arte de reparar la cerámica rota con una pasta que contiene oro. Les había leído un poema sobre las cicatrices e insistí mucho en que nadie sale de la vida indemne.




 Por eso es importante reconocer nuestras cicatrices, hacer las paces con ellas. Entonces les hablé del kintsugi y de cómo a veces esas cicatrices pueden ser lo que nos haga quienes somos, lo que nos transforme, pero no necesariamente a peor. Les gustó mucho. 




La cosa es que soy uno de esos casos perfectos de «consejos vendo que para mí no tengo». Mi mente me dice que es porque, como en todo, en el trabajo también soy una impostora. Le contesto ─para que veáis que lo intento─ que no es eso: es que a mí también me habría gustado que me dijesen ciertas cosas, así que si tengo que ser yo quien las diga, aunque no me las aplique, pues sea. 

Mientras escribo mi lengua acaricia mi muela truncada. No le encuentro el oro por más que se lo busco.



***


El otro día una amiga me preguntaba si había abandonado el blog, me decía que por qué no escribía, que a ella le gustaba leerme. Bueno, es que cuando me pongo a escribir lo que pasa es esto. 

Comentarios

  1. pues a mi me gusta como escribes, ojalá que sigas escribiendo toda la vida.
    Besos
    Fer

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    1. Muchísimas gracias, Fer. Lamento estar tan desaparecida del blog. Me falta el tiempo, la inventiva y la motivación. Aún así, lo dejo abierto porque no quiero dejarlo del todo.

      Gracias.

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  2. En más de una ocasión he explicado el concepto del kintsugi -conocía la técnica pero no su nombre-. Me gusta. Y varias veces he reivindicado la importancia de reconocer y convivir con las cicatrices. Me gusta el poema con el que lo has contextualizado. Y me gusta volver a leerte. Ánimo, y no te rindas, que la vida es eso.

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    1. La vida es eso pero qué cansadita estoy, Geralt. A ver si la siguiente etapa me resulta más amable.

      Gracias por tus palabras :)

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  3. Me ha gustado el concepto de Kintsugi, si te preguntas de qué sirve escribir pues ya tienes una razón: compartir lo que sabes o sientes y dar que pensar. No es poco.
    Buen verano.

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  4. Qué gusto ver cómo hacen efectos mis súplicas :D Me encanta todo lo que escribes, en todos los aspectos. Gracias, gracias, gracias

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  5. Me pasa como a Geralt... conocía la técnica, pero no el nombre. Y me pasa como a ti... consejos doy, para mí no tengo.
    Me alegra leerte de nuevo.
    Y me encanta el poema.
    Un abrazo

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