Mi viaje como gorda: 2. La adolescencia: llenando la mochila de piedras.

 La primera parte de esta historia que ojalá fuera ficción está aquí. 


Cuando llegó la adolescencia yo ya tenía más que asumido que ERA gorda. No estaba gorda, no: ERA la gorda. Una de ellas, al menos. 

No fue el peor momento de mi vida, de todas maneras. Suele serlo, pero en mi caso hubo bastantes cambios positivos: el bullying cesó al irme del colegio al instituto, me uní a un grupo de amigas (hasta entonces no había tenido amigas, por mucho que os cueste creerlo), empecé a sentirme menos isla. Estoy hablando de los 14-15 años. 

Evidentemente, eso no impidió que el mundo siguiera recordándome que mi cuerpo era un horror. Me costaba muchísimo encontrar ropa juvenil, bonita y de mi talla. No me extrañaba, claro: yo me veía enorme. Pensaba, de verdad, que era una persona con un problema severo de peso. No recuerdo cuanto pesaba, pero sí recuerdo la talla que usaba con 17 años: una 42. Y sí, era una talla que me costaba encontrar. Los 2000, la época de mi adolescencia, fueron un momento en el que el canon de belleza era de una delgadez extrema. 

No obstante, la talla 42 existía en algunas tiendas, pero claro, con el desbarajuste de tallas, a veces me quedaba bien pero otras, pequeña. Y no había más talla. Y ese momento en el que te pruebas un mono, o un pantalón que te encantan y no te cierran jode siempre, pero cuando eres LA GORDA jode más, porque, de alguna manera, sientes que la culpa es tuya. Que eres gorda por falta de voluntad o a saber por qué. De todas formas, si no se me ocurría a mí, siempre había allí alguien para decirme: «Claro, si comieses un poco menos...» o «Si no nos gustase tanto el pan nos cerrarían los pantalones...». 

Además, aunque consiguiese encontrar ropa que me gustase y me entrase mi madre se encargaba también de hacerme sentir mal. ¿Minifaldas? Imposible con tus piernas. ¿Camisetas cortas? ¡Ni se te ocurra! Así con muchas prendas. Ya he contado en más de una ocasión como sospecho que hizo desaparecer mi bikini favorito de todos los tiempos porque según ella no me sentaba bien (una chica gorda no debía enseñar tanta carne). No os imagináis la cantidad de complejos que arrastro aún hoy por ese tipo de comentarios. El verano pasado me puse un bikini por primera vez después de más de una década.

A veces me pregunto cómo no acabé cayendo en la anorexia o la bulimia, de verdad. El machaque era continuo en una época en la que se es bastante vulnerable a las opiniones externas. Una amiga no tuvo tanta suerte. Ella era una chica delgada, de verdad. Lo que pasaba es que tenía las caderas anchas: no estaba gorda, era la forma de su cuerpo. Supongo que en casa su madre le decía cosas parecidas a las que me decía a mí la mía. Empezamos a notar que se dejaba la hamburguesa a medias cuando salíamos a cenar los sábados. Notamos también que siempre iba al baño después de comer. Descubrimos que vomitaba. Hicimos piña. La vigilamos. La animamos. Éramos crías de 15 años. Lo hicimos lo mejor que pudimos. 

Pero claro, era difícil: por otro lado la estaban reforzando. Un día de mercado nos cruzamos su madre y ella y mi madre y yo. La charla insustancial entre vecinas era un trámite obligatorio. Lo típico de qué vienes, de comprar, sí, del mercado. Entonces la madre de mi amiga deslizó un comentario que a mí me encogió el corazón.

─Es que como mi Fulanita está adelgazando un montón, chica, se le está quedando toda la ropa grande. Pero bueno, como tiene un tipazo ahora cualquier cosa que le compre le quede bien, no me pesa. 

«Señora, su hija apenas come y lo poco que come lo vomita», pensé. Pero claro, me callé. Mi amiga tenía los ojos tristes, ojeras, mala cara pero, al parecer, su celebrada delgadez ocultaba todo eso a ojos de la gente. Cuando nos separamos mi madre me dijo que ya podría preguntarle a Fulanita cómo estaba adelgazando tanto.  

La otra parte importante de la adolescencia fue, claro está, la de los chicos. Como decía la chica del vídeo del otro día, yo asumía que nunca le iba a gustar a nadie. Me resignaba, aparentemente de buen grado, al papel de celestina (que se me daba genial): era la gorda simpática, que estaba siempre de buen humor, la divertida, la ingeniosa, la que echaba una mano para conquistar a la amiga o al chaval en cuestión. Esa era yo. Cyrano en femenino, aunque mi nariz es bastante mona. Pero claro: lo de ser gorda es peor. 

Pero oye, ¡me equivoqué! No es que no le fuese a gustar a nadie. No, qué va. Es peor. Había chicos que se acercaban a mí, que tonteaban conmigo y que luego me escondían y humillaban. Esto es algo que me avergüenza mucho decir, pero mi primer beso fue con un chico que, al acabar, me dijo que si se lo contaba a alguien me iba a matar. No podía permitir que se supiera que se había enrollado con la gorda.  A eso podemos sumar algún caso más: el del chaval con el que tuve una breve relación y que, cuando unos amigos le hicieron bromas sobre salir con una gorda, dijo que solo estaba conmigo para meterme mano y, delante de todos, quemó una fotografía mía. No sé si lo pensaba de verdad, tampoco me importa. O el que, cuando me resistí a hacer según que cosas me espetó que debería estar agradecida de que él quisiera hacer nada con una gorda de mierda como yo. Esas son algunas muestras solamente. A causa del trato que me dispensaban los chicos de mi edad, fui presa fácil para hombres bastante mayores que yo que sabían utilizar con maestría el "eres muy madura para tu edad". 

Un oasis en medio del desierto fue la relación con el que considero mi primer amor. Lo conocí por Internet, fue el año de 1º de Bachillerato. Era guapísimo: moreno, una sonrisa enorme y franja, unos ojos preciosos, divertido, guay. Y "estaba bueno" (esto equivalía a decir que era delgado). Yo no me creía mi suerte: que un chico así quisiera estar conmigo y que me quisiera. Nunca me escondió, jamás. Me hizo sentir verdaderamente valiosa y digna de amor. Cuando aquello se acabó tras 9 meses estuve bastante tiempo sola. Tenía ganas de salir con chicos pero no quería volver a sentirme utilizada, rechazada, humillada o escondida. Finalmente, volví a entrar en el juego pero desde una postura cínica y despegada. Asumí, de una manera inconsciente, que aquel milagro, que lo que había tenido con él, no iba a volverse a repetir. Y no me equivocaba: esa relación fue la primera relación sana que tuve y también la última durante muuuuuuuuuchos años. Pero eso no tiene que ver con el peso... ¿o sí? 

A estas alturas yo había cumplido los 18 años y, aunque no había caído todavía en nada verdaderamente grave (más por suerte que por otra cosa) tenía la mochila llena de piedras. El desastre estaba servido. 


Comentarios

  1. Ay, se me encoge en corazón cada vez que leo estos posts. 😟

    Espero que estas publicaciones puedan servir y ayudar a mucha gente.

    ResponderEliminar
  2. A mí también se me encoge el corazón. Se me pone un nudo en la garganta y me entra una rabia en el cuerpo... No me entra en la cabeza que pasen estas cosas. Y tú lo estás contando desde la distancia, con unos años de por medio, cuando la herida ya no duele (o, al menos, no sangra...) Pero saber que eso sigue ocurriendo, no me quiero imaginar a cuántas adolescentes... me cabrea y me entristece.
    Un abrazo, Bettie.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Bueno, soy capaz de ver las cosas desde otra perspectiva. Pero sigue pasando, sí.

      Eliminar
  3. esta saga va a estar más buena que la de las oposiciones...
    Esto debería convertirse en libro. Y ayudaría a tantísima gente!
    Fer

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Confío en que aquí está más accesible que en un libro :) Gracias, Fer.

      Eliminar

Publicar un comentario

¡Adelante! Deja tu retal :)

Entradas populares de este blog

Cómo aprobé el nivel Avanzado de la EOI preparándome por mi cuenta.

Tontos-a-las-tres.

Libro: La edad de la ira, de Fernando J. López