Cada vez más cardo, menos erizo.

Hace unas pocas entradas decía que cada vez soy más cardo y menos erizo. Y decía que puede que un día os contase por qué. Mi querida Rosa me dijo que iba a tener que explicarlo. Y allá voy.

Hace ya bastante tiempo que digo de mí misma que soy un poco erizo. Eso es porque leí que a los erizos les cuesta encontrar la posición adecuada para darse calor sin pincharse. Tienen que ensayar mucho para estar lo suficientemente cerca como para no pasar frío, pero no tanto como para hacerse daño. Esa imagen siempre ha sido muy poderosa para mí, me ha parecido que me describía muy bien. No me gusta sentirme sola (¿a quién le gusta?) pero demasiada cercanía no me hace bien, me agoto con facilidad.

Y bueno, así he vivido yo, en ese equilibrio precario, con más bien poco éxito, la verdad, pero intentándolo.

Pero de un tiempo a esta parte... pues menos. Porque parte de ese intentar conseguir la distancia adecuada era intentar agradar a la gente. Yo soy, por mí misma, bastante distante, así que intentaba compensar esa aparente frialdad (de verdad que es aparente, que yo sé ser cariñosa bajo ciertas circunstancias) siendo complaciente. Por ejemplo: si alguien me hacía un comentario pasivoagresivo, yo sonreía, jejé, y daba un rodeo hasta cambiar de tema. O quitaba importancia a cosas que no me gustaban, comentarios, actitudes, pullitas... Pero ya se me acabó. Por unas cosas o por otras, tragar me ha dejado de compensar.

De repente agradar me preocupa menos. Me importa menos. Y contesto, aclaro o entro en el juego. Y a la gente, de repente, le parezco una borde. Claro, al mover la linde, el campo se nos queda corto. Pero es lo que hay. Cada vez cedo menos para encontrar la distancia adecuada y estoy más conforme con mis pinchos. Si el resto no los esconde, yo tampoco.

O algo así.

Y así es, básicamente, cómo dejé de ser un erizo para convertirme en un cardo borriquero.  Y ya estaría.