Ajo arriero.

Es Semana Santa. Probablemente Viernes Santo, que es el primer festivo de esa semana en el que, salvo excepciones, no se trabaja en el campo. Mi hermano y yo, generalmente nos levantamos tarde, ¡estamos de vacaciones!, pero ese día no: al comienzo del trasiego en la planta de abajo bajamos como una centella.

Mis padres están en la cocina. Mi madre ya ha hervido el bacalao salado en una olla grande y lo ha sacado. Ahora está acabando de cocer las patatas en esa misma agua. Mi padre ya ha sacado el mortero gigante y, con la maza, está machacando los ajos.


Siempre le he tenido algo de respeto a la maza con la que mi padre hace el ajo. Quizá será porque mi hermano, nada más comprarla, la estrenó en mi cabeza. Mi padre la había comprado en la Feria de Albacete y, cuando llegamos al pueblo, mi hermano la cogió y me pegó un porrazo con ella. Haceos a la idea de que es una maza similar a un bate de béisbol, de madera. Pues eso. (Para ver fotos chulis sobre cómo se hace el ajo, he encontrado este post. No voy a chorizárselas.)


El pan, redondo y enorme, ya está abierto en dos. En cuanto nos sentamos a la mesa tras lavarnos la cara y las manos, mi madre nos pone un vaso de leche con cacao y nos da una mitad del pan a cada uno. Mi hermano y yo comenzamos a sacar la miga frenéticos, arañando con nuestras manitas de niños el pan hasta la corteza. Sacamos la lengua por un lado de la boca, concentrados, y nos echamos carreras a ver quién acaba antes. De vez en cuando mi padre nos llama la atención: "Que no caigan trozos de corteza, que se quedan grumos", y nosotros repasamos la miga para evitar que cualquier trozo dorado se cuele entre ella. 

-¡YA! -gritamos cuando acabamos. 

Mi padre mira el montón de miga y nos pide que la "esmigajemos", esto es, que cojamos puñaditos de miga y los frotemos para que se hagan miguitas pequeñas y no queden trozos grandes. Para eso el pan tiene que estar bien seco. Por eso en mi casa se decide hacer ajo, al menos, con dos o tres días de antelación. 

Mientras nosotros estamos metidos en la tarea de quitar la miga y dejarla lista, mi padre ya ha puesto las patatas en el enorme mortero y las está machacando con la maza. Siempre me ha parecido fascinante ver a mi padre hacer ajo: es una tarea titánica. Hace falta un buen rato de estar dale que te pego a la maza hasta que se puede comer. Mínimo hora y pico. Quizás más. 

Cuando la patata ya es una pasta suave, añade la miga y la remoja con agua de cocer el bacalao. Después cubre el mortero con un paño de cocina y deja la miga humedecerse mientras él se toma una cerveza o un vaso de vino y come algo. Hay que recuperar energías. 

Mi hermano y yo nos sentimos orgullosos, especiales, fundamentales: sin nuestro concienzudo trabajo no podría hacerse el ajo. ¡Hemos contribuido al espectáculo! Nosotros comemos kikos o cacahuetes con mi padre mientras mi madre guarda las cortezas del pan en una bolsa: las necesitaremos para comer el ajo luego. 

Tras el descanso, mi padre vuelve a la carga. Otra vez, mortero en mano, a trabajar. Maza arriba, maza abajo, mi padre mezcla e integra la miga de pan con la patata. Mi madre pone huevos a cocer. Mientras mi padre sigue mezclando, cuando los huevos están cocidos y fríos, mi hermano y yo los pelamos. Mi padre añade aceite de oliva poco a poco. Mezcla, prueba, vuelve a añadir. "Nena, ¿cómo está de ajo? ¿Y de sal?", pregunta a mi madre. Mi madre lo prueba, hace guiños. "Le falta algo", pero rara vez sabe decir qué. Mi padre sigue con la maza, dale que te pego, hasta que queda una pasta uniforme. 

Después, cuando por fin se ha conseguido la textura y el sabor adecuado, se añade el bacalao que ha desmigajado mi madre y unos cuantos huevos cocidos hechos trozos. Se vuelve a mezclar con la maza. Cuando ya está listo, se pone un poco más de bacalao y huevo por encima para que quede bonito. Mi padre se levanta, estira los brazos y la espalda, vuelve a cubrir el mortero con un paño de cocina y limpia la maza. El mortero se queda en medio de la cocina esperando que, en un rato, lo ataquemos. 




El ajo arriero nunca ha sido de mis comidas favoritas, pero siempre lo asociaré a mi padre haciendo magia, a un memorable momento en familia y será uno de los sabores de mi infancia. 

Comentarios

  1. Nunca he probado el ajo arriero, así que no sé si me gustaría. Lo que sí sé es que la historia me ha encantado.
    Esos recuerdos de infancia son maravillosos. Y me has recordado a mi madre y a mí siendo unas enanas ayudando a mi madre a hacer croquetas.
    Y siempre que hablas de tu padre desprendes tanto amor...

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    1. Es el gran amor de mi vida, mi padre. Me alegro de que se note.

      Un abrazo fortísimo, Rosa.

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