Lo que no dicen las estadísticas.


Este relato forma parte de mi antología historias minúsculas, escrita durante el NaNoWriMo 2015. Podéis descargarla gratis aquí


La vida de mi madre fue una de esas vidas normales y corrientes en las que nadie repara. Mi madre se casó joven, como era costumbre, tuvo tres hijas, que era lo que estaba bien visto en la época (aunque tuvo que aguantar durante muchos años que le preguntasen si no iba a ir a por el niño, como si mis hermanas y yo no fuésemos suficiente), soportó a su marido mientras Dios tuvo a bien mantenerlo en la Tierra (y fue demasiado tiempo), nos dio todo lo que pudo y nos crió tan bien como supo. Vaya, lo que hacen millones de mujeres alrededor del mundo. No sé cuántas exactamente, no hay un recuento de mujeres luchadoras de batallas cotidianas. Hay muchas cosas importantes que no se cuantifican. Mi madre era importante y de no ser por el maldito cáncer no habría aparecido en ningún recuento. De todos modos, habría preferido que así fuese.

La enfermedad de mi madre fue larga y tortuosa, de esas que no salen en la televisión. Me alegro mucho cuando veo a una superviviente de cáncer de mama en televisión contando su historia, de verdad. Lo que lamento es que, a la vez, se oculte lo que hay detrás de esa larga guerra en la que se ganan y pierden batallas cada día. A lo mejor es hasta contraproducente. No sé qué habría pensado mi madre de ello, pero yo creo que si no tuviese pelo, apenas pudiese mantenerse en pie, no tuviese apetito y me viese hecha un guiñapo, al ver a esas bravas mujeres victoriosas me creería condenada. No creería que fuese posible para mí recorrer ese camino. Quizá es que yo soy tremendamente pesimista. 

Mi madre, de hecho, casi llegó a ser una de esas mujeres victoriosas. Había casisuperado, como ella decía, el cáncer. Nosotras creíamos que había vencido. Tanto es así que la acompañamos a su última consulta, las tres. Tenían que hacerle unas pruebas que ya eran para ella prácticamente rutinarias. En las últimas ocasiones todo había salido bien y, si esta vez se repetía el resultado, le darían el alta. Al salir del médico, convencidas de que aquella pesadilla se había acabado, la obligamos a celebrarlo. Fuimos a comer las cuatro, tomamos postres hipercalóricos y fuimos al cine juntas. Supongo que nos habíamos convencido de que aquello no era para tanto, no para mi madre, después de lo que había pasado. Un bultito de nada, que además le habían podido extirpar sin complicaciones, no iba a acabar con ella. 

Y no, no fue ese bultito. Lo que no nos cabía en la cabeza es que, después de tanta lucha, tuviésemos que volver a empezar, y esa vez con el “más difícil todavía”. La llamaron al día siguiente para citarla de urgencia esa misma mañana en el hospital. El cáncer se había reproducido. 

A partir de entonces todo fue una espiral de citas, tratamientos, quimioterapia, radioterapia, la dichosa mastectomía, la repetición de ciclos, los intentos a la desesperada... Entretanto, mi madre se apagaba. Me gustaría decir que poco a poco, pero no fue así. Antes de que pudiésemos darnos cuenta apenas quedaba una sombra de lo que ella era. 

Para colmo de males, me quedé embarazada. No sabía qué hacer: no estábamos para celebraciones y no quería adelantarme a los acontecimientos, por si pasaba alguna desgracia. Pero si me callaba me arriesgaba a que mi madre nunca supiese que iba a tener un nieto o una nieta. Así que se lo dije. Y ella respondió:

—Eso es una señal. Dios no se me puede llevar sin que conozca a tu bebé. 

Sonreí, y fue la sonrisa más triste que he esbozado en mi vida. Recuerdo salir de la habitación del hospital y alejarme a todo correr por el pasillo para desmoronarme cerca de los ascensores. “¿Y si te equivocas, mamá?”, me repetía para mis adentros una y otra vez. Y mi madre se equivocó.

Por suerte, si es que puede decirse algo así en estos casos, pudimos disfrutar de las últimas horas de mi madre, ella incluida. Las últimas semanas habían sido terribles. Mi madre apenas podía soportar el dolor a pesar de los analgésicos, así que los médicos optaron por sedarla, de modo que pasaba la mayor parte del día entre sueños y, cuando despertaba, a veces no sabía dónde estaba o ni siquiera nos reconocía. Pero aquella tarde del 14 de abril fue distinta. Mi madre abrió los ojos, nos miró una por una, y sonrió. 

—¿Cómo os ha ido el día, niñas? 

Lo preguntó como si nada, como si estuviese en la cocina y acabásemos de llegar del colegio. Fue tan extraño y familiar a la vez que nos echamos a reír sin poder evitarlo.

—La verdad es que no ha sido gran cosa. Hemos estado mirándote dormir, que estás hecha una perezosa —respondió mi hermana pequeña.

—A ver si una no va a tener derecho de echar una cabezadita de vez en cuando... —replicó mi madre, siguiendo la broma. 

Parecía increíble que estuviese de tan buen humor cuando los médicos nos habían dicho que debíamos prepararnos para el final. Quizá la muerte no es tan inmisericorde y decidió hacernos un regalo. Pasamos la tarde charlando y riendo, recordando anécdotas y travesuras, reviviendo tiempos mejores. Ya había oscurecido cuando mi madre nos pidió que nos sentásemos en su cama. 

—No, tú no —me dijo cuando me senté a su lado, con mis hermanas—. Tú siéntate aquí, a mi lado. 

Obedecí. Mi madre recostó su cabeza al lado de mi vientre, ya abultado, y lo rodeó con su brazo débil.

—¿Me haríais un favor? —preguntó.

—Claro, mamá. Lo que quieras —respondió mi hermana mediana. 

—¿Cantaríais para mí? Como cuando erais pequeñas.

No quiso decir “como cuando nos encerrábamos en el baño y os obligaba a cantar para que no oyéseis a vuestro padre insultarnos y amenazarnos”, pero todas sabíamos a qué se refería. Cuando estábamos solas en casa mi madre nos enseñaba sus canciones favoritas. Neil Sedaka, Louis Armstrong, Frank Sinatra, … Y cuando mi padre llegaba borracho a casa ella gritaba, con voz temblorosa:

—¡Niñas! ¡Hora del ensayo!

Nos recluíamos en el cuarto de baño, donde ella ya tenía preparado un radiocassette, y cantábamos y bailábamos mientras ella nos dirigía.

Debo reconocer que la petición nos pilló por sorpresa. Hacía muchos años que no cantábamos, seguramente habríamos olvidado las canciones. Pero entonces mi hermana pequeña comenzó a cantar:

I love, I love, I love my calendar girl, yeees, sweet calendar girl...

Sonreímos. Era nuestra canción favorita. Hasta teníamos una coreografía. Poco a poco nos fuimos uniendo y animando, alzando más la voz y cantando con más energía:

Yeah, yeah, my heart is in a whirl, I love, I love, I love my little calendar girl, every day, every day of the year.

Mis hermanas incluso se animaron a levantarse y bailar. Mi madre agitaba los brazos como una directora de orquesta al ritmo de una música inexistente hasta que la pudo el agotamiento. Con los ojos cerrados, continuó murmurando la letra de “Calendar girl” de Neil Sedaka. Yo le acariciaba la mejilla. Acabamos de cantar sonriendo pero con los ojos encharcados en lágrimas. 

—Podríamos haber sido las Andrews Sisters de Cuenca, ¿eh, mamá?

Pero mi madre ya no contestó. Todavía tenía la sonrisa dibujada en sus labios. Recuerdo que entonces no lloré. Pensé que, ya que tenía que irse, estaba bien que hubiese tenido un final dulce. 

La primera vez que lloré por ella fue semanas más tarde, cuando en un informativo hablaron del número de muertes por cáncer de mama, cuando sentí que la muerte de mi madre no era más que un dato en una terrible estadística, cuando caí en la cuenta de que eso era lo que iba a quedar del final de su vida si no hacía nada para remediarlo. 


Por eso escribo esta historia.

***

Hoy me he puesto nostálgica. Echo de menos el blog, echo de menos escribir, veo que este año mi NaNoWriMo va a ser una patata... y me pongo triste. Así que he sacado este relato de la antología y lo he pegado aquí, para aliviarme un poco. 

Ains. 

Comentarios

  1. Me acuerdo perfectamente de ese relato.
    Estoy pensando que, si no tienes tiempo de escribir para el blog, esto de copiar y pegar también nos vale... ¿qué te parece si vas poniendo algo aquí de tu poemario? (es que yo me lo he descargado en el e-book y aún no lo he empezado; así me animo)
    Ánimo, Bettie.
    Besos de domingo

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Pues puedo hacerlo, sí :)

      Besos de domingo, preciosa :D

      Eliminar
  2. Aliviada no sé, llorada, un rato. Será que estoy otoñal ;-)

    ResponderEliminar
  3. De las cosas más bonitas que te he leído. No sé ni qué decir...

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

¡Adelante! Deja tu retal :)

Entradas populares de este blog

Cómo aprobé el nivel Avanzado de la EOI preparándome por mi cuenta.

Tontos-a-las-tres.

Libro: La edad de la ira, de Fernando J. López