15 de mayo de 1971
Eva esperaba a la puerta de uno de los cines de la calle Ruzafa con impaciencia. Faltaban diez minutos para que empezase la sesión, no les iba a dar tiempo. Se miraba la anchísima pernera del pantalón que le había traído Aurelio de su último viaje de negocios. Eran de color camel y talle alto. Los había combinado con una blusa azul celeste que, según su marido, realzaba el color natural de sus mejillas. Aunque ella no se acababa de acostumbrar a esos pantalones tan anchos, durante el día todo habían sido cumplidos: "¡Qué envidia!", decían algunas, "¡Qué elegante!", otras. Y ella se sonreía con los dientes apretados para que no se le escapasen las palabras: "Ventajas de estar casada con un maricón: tienen buen gusto".
No había amargura en ese pensamiento, ni siquiera desazón. Eva y Aurelio eran más felices que la mayoría de los matrimonios que conocía. Entre ellos no había celos, ni control, ni disputas. Y además estaban enamorados pero, evidentemente, no el uno del otro.
Alzó la vista al oír que unos pies entaconados avanzaban a la carrera hacia donde ella estaba. Se encontró frente a frente con Vicenta, colorada y fatigada por el esfuerzo.
-¡Perdona, perdona, perdona! Me he tumbado para descansar los pies y me he quedado dormida.
-Siempre tienes una excusa, Vicenta. No sé cómo te las arreglas...
-Perdone la señora, pero creo que me tengo ganado un descansito durante el fin de semana -respondió Vicenta con sorna.
Eran diferentes, ambas lo sabían. Eva había nacido entre algodones y, cuando todo el mundo convino que era hora de que se casase, había tenido la suerte de conocer a Aurelio, un afamado arquitecto que podía vivir como quisiese. Bueno, como quisiese, no. La cuestión es que nada le faltó nunca, por lo que no tuvo la necesidad ni el impulso de trabajar. Vicenta, por el contrario, era hija de unos llaures y había nacido con barro en las manos. Si había llegado a convertirse en maestra fue gracias a la ayuda de una señorona que veraneaba en Chilches y que se encariñó con ella. Cuando enviudó, siendo ella una niña, convino con sus padres llevársela a Valencia para que le hiciera compañía. La viuda, que no tenía hijos propios, cuidó de ella, la obligó a ir al colegio, al principio contra su voluntad, y la ayudó a pagar los estudios de magisterio. Pero desde que empezó a trabajar como maestra no había nada que no hubiese conseguido por sí misma. Sin embargo, esas diferencias no hacían más que alimentar el interés mutuo.
-Entremos, anda. A ver si queda sitio -dijo Eva, impaciente.
Tuvieron suerte. La esquina posterior izquierda del cine estaba, como casi siempre, vacía. Era una esquina angosta, con dos butacas, desde las que la pantalla se veía demasiado torcida. Su lugar favorito del mundo.
Cuando la película empezó y las luces se apagaron sus manos se encontraron y entrelazaron los dedos. Mantenían la mirada fija en las imágenes, pero no sabían qué estaban viendo. Todos sus sentidos se concentraban en el juego erótico que habían desarrollado y perfeccionado cada sábado, en el mismo cine. El pulgar de Vicenta trazaba círculos en la palma de Eva, recorría las concavidades entre sus dedos, trazaba las líneas de su mano, aprendidas de memoria, se deslizaba por la piel de su muñeca y acariciaba su antebrazo con dulzura. Habían aprendido a amarse así, de una manera aparentemente inocente, en la esquina más oscura de un cine. Pero ambas sentían en sus senos, en su vientre, en sus muslos, esas caricias furtivas.
Normalmente la historia acababa allí. La película terminaba y se soltaban la mano, hundiéndose de nuevo en la realidad. Se despedían en la puerta del cine con dos besos más fuertes de lo normal y se alejaban sintiendo el corazón en la garganta, en los labios y en la entrepierna. Pero aquella tarde no pudieron resistir la tentación y se besaron, por primera vez, en los labios. La determinación de Eva, quizá cansada de aparentar, sorprendió a Vicenta, a la que se le escapó un gemido.
El acomodador dirigió la linterna al rincón, esperando encontrarse a una pareja de adolescentes calenturientos, pero encontró a dos mujeres respetables. Una de ellas golpeaba la espalda a la otra que, seguramente, se habría atragantado con la gaseosa.
Eva mira la entrada, amarillenta y más fina de lo que recordaba. La acaricia con dulzura, como habría acariciado la fotografía de un ser querido. Eso es exactamente: la fotografía de un beso, esa que nunca pudieron hacerse.
Aurelio sale del cuarto de baño, recién afeitado.
-¿Estás lista, chiqueta? Si nos descuidamos no llegaremos a tiempo al funeral.
Eva se levanta y alisa la falda de su vestido negro. Intenta mantener la compostura, pero no puede. Se abraza a Aurelio y llora, llora como si acabase de rompérsele la vida, que es justo lo que acaba de pasar. Cuando ha derramado casi todas las lágrimas sale de casa camino de la iglesia para llorar de nuevo al amor de su vida, esta vez como si no lo hubiera sido.
Normalmente la historia acababa allí. La película terminaba y se soltaban la mano, hundiéndose de nuevo en la realidad. Se despedían en la puerta del cine con dos besos más fuertes de lo normal y se alejaban sintiendo el corazón en la garganta, en los labios y en la entrepierna. Pero aquella tarde no pudieron resistir la tentación y se besaron, por primera vez, en los labios. La determinación de Eva, quizá cansada de aparentar, sorprendió a Vicenta, a la que se le escapó un gemido.
El acomodador dirigió la linterna al rincón, esperando encontrarse a una pareja de adolescentes calenturientos, pero encontró a dos mujeres respetables. Una de ellas golpeaba la espalda a la otra que, seguramente, se habría atragantado con la gaseosa.
Eva mira la entrada, amarillenta y más fina de lo que recordaba. La acaricia con dulzura, como habría acariciado la fotografía de un ser querido. Eso es exactamente: la fotografía de un beso, esa que nunca pudieron hacerse.
Aurelio sale del cuarto de baño, recién afeitado.
-¿Estás lista, chiqueta? Si nos descuidamos no llegaremos a tiempo al funeral.
Eva se levanta y alisa la falda de su vestido negro. Intenta mantener la compostura, pero no puede. Se abraza a Aurelio y llora, llora como si acabase de rompérsele la vida, que es justo lo que acaba de pasar. Cuando ha derramado casi todas las lágrimas sale de casa camino de la iglesia para llorar de nuevo al amor de su vida, esta vez como si no lo hubiera sido.
***
El otro día, mientras leía un libro, me encontré un trozo de una vida ajena. Resulta que buena parte de mi biblioteca filosófica es un regalo de la madre de una amiga, profe de filosofía. Nunca podré agradecerle lo bastante todos esos libros. Entre sus páginas he encontrado ya una postal, recortes de periódico, trozos de papel,... y lo último, una entrada para alguna película emitida el 15 de mayo de 1971.
Esas pequeñas chispas de magia hacen que tenga que escribir algo, no puedo evitarlo.
Los retales encontrados los pone la vida, las chispas de magia son toditas tuyas.
ResponderEliminarGenial el relato, cariño mío :) OLE!
Te amo <3
:) Me alegro de que te haya gustado :)
EliminarUn relato muy chulo, como siempre...
ResponderEliminar¡Cómo mola eso de encontrarse cositas en los libros! Y sobre todo cuando tienen más años que tú!!!... jajaja
Un besote. Y buen finde
Me alegro de que te guste, Rosa. Y sí, mola. A veces encuentro cosas que yo misma puse y me sorprendo. Pero estas cosas son aún más especiales :)
Eliminar¡Besotes!
Sí que es mágico encontrarse algo así, y más las cosas que escribes a partir de ello. Me ha emocionado...
ResponderEliminarBsitoss
Gracias Angie. Me alegro de que te haya emocionado ^^
Eliminar¡Besos!
Qué bonito encontrarse con cosas así. Y más cuando te inspiran para escribir estos relatos tan únicos.
ResponderEliminarEs que es imposible que estas coas la dejen a una indiferente :)
EliminarMe cuentan que..
ResponderEliminarEsa entrada probablemente sea de un concierto de música clásica, iba sola, a la planta alta, al gallinero, que era mas barato. Tocaban cosas muy convencionales tchaikovsky, vivaldi, y si estaban transgresores, stravinsky.
ResponderEliminarYo, que siempre estaba con dolor de oídos, y pensaba que me iba a ir quedando sorda, creía que tenía que aprovechar para escuchar, mientras pudiera. Jeje, que Optimismo a los 18 años.
EliminarJajajajaja, qué genial... :P
EliminarPues casi que la historia original también merecería un relato :) *_____* :)
¡Qué guay que te regalasen una biblioteca de libros de filosofía! :D
ResponderEliminarRespecto a la historia, qué pena me dan esos amores que tuvieron que ocultarse...
¡Un abrazo!
Pues sí. Un MONTÓN de libros. Mogollón :)
EliminarY sí, qué pena :( Y los que aún tienen que ocultarse, que no es fácil todavía...
Me ha encantado Bettie, un buen -y triste- relato de dobles vidas y amores ocultos.
ResponderEliminarRecuerdo otra entrada sobre pequeños tesoros encontrados en los libros. A mi también me encanta encontrarme esos pequeños tesoros...
Sí, es que son una de mis obsesiones XD
Eliminar:)
Esos pequeños regalos que nos hacen vivir vidas ajenas por un tiempo... qué maravilla!
ResponderEliminarPues sí, ¡qué maravilla! :D
EliminarWo ♥ precioso el relato. Me ha encantado *___*
ResponderEliminarAunque es triste por la parte que les toca.
Maravillosos regalos los de la madre de tu amiga, más con esos detalles que te encuentras que encima te hacen sacar la vena creativa y deleitarnos con tu prosa *__* (que frase me ha quedado xD)
Pues sí, estoy súper agradecida.
EliminarQuéee te parece, Lansy, haciendo frases casi líiiiricas.... jajajaja :P